La mayoría de ciudades en Estados Unidos tienen una deprimente tendencia a hacerte sentir un inútil. Uno nace equipado con un aparato motor bien desarrollado; dos piernas listas y preparadas para hacer desplazamientos cortos con cierta eficiencia y con poco gasto. Tras vivir unos cuantos meses por aquí, es mirarte los pies y preguntarte qué se supone uno debe hacer con ellos.
Dejando de lado Nueva York, Boston, Chicago y algunas reliquias raras de centros urbanos, es ir de compras (algo que he hecho un deprimente número de veces estos días) y darse cuenta que uno es peatón sólo cuando camina por un aparcamiento. Echad un vistazo a esta imagen, por ejemplo, para hacerse una idea del horror del strip mall para el que use sus piernas. Grandes, enormes tiendas, rodeadas de acres y acres de asfalto, esperando que cientos de coches circulen por ellas. Si uno quiere comprar digamos en Wall Mart, y cruzar al supermercado de enfrente, el camino que tiene ante sí implica andar 200 metros a través del aparcamiento, cruzar una calle de seis carriles a pelo (sin pasos cebra ni semáforos para peatones, faltaría) bajar por una rampa (sin acera) para salvar un desnivel, y cruzar otros 200 metros de asfalto vacio. Todo ello, evidentemente, con cuidado de no ser atropellado por un conductor aterrado de ver a alguien usando sus piernas de forma tan peculiar.
Escribiré más sobre ello un día de estos, pero hay varias cosas que cualquier urbanista debería tener en mente cuando piensa en cómo debe ser un barrio: el peatón es importante. No hay nada que destruya más la vida de una calle que un aparcamiento al aire libre; ocupa un espacio enorme, no es más que un almacen de objetos inertes, y hace caminar algo antipático. El tener gente andando en una acera, desplazándose de un sitio a otro, entrando y saliendo de comercios y oficinas es lo que hace una ciudad una organismo, no una serie de estaciones de tránsito.
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