jueves, abril 13, 2006

De la financiación de los partidos (IV): nuevas y viejas propuestas

Si habeis leido mis entradas anteriores hablando sobre la financiación de los partidos políticos (I, II y III) supongo que os habreis dado cuenta que no hay realmente demasiado margen para el optimismo. Ningún sistema es perfecto, no importa que este basado en aportaciones privadas o subvenciones del estado, y conductas poco honestas aparecen prácticamente en cualquier sistema.

El centro del problema acostumbra a ser el conflicto de intereses de la clase política cuando se enfrenta a la tarea de autorregularse. Cuando alguien legisla sobre sí mismo se enfrenta a dos problemas graves. El primero, el de credibilidad. Si uno decide "atarse las manos" aprobando una ley que le prohibe hacer una determinada cosa, es necesario que cree algún mecanismo que asegure que no se levantará la prohibición cuando le moleste. En cierto sentido, un político se enfrenta a la paradoja de un Dios omnipotente creando una roca que no pueda levantar; una limitación de poder es siempre ficticia.

El segundo problema, muy relacionado con el primero, es el de crear compromisos incomodos. En cierto sentido, un político es como alguien que está poniéndose a dieta. Sabe que el autolimitarse le conviene, y es consciente que a largo plazo le hará bien, pero siempre tiene la tentación de dejar los pastelitos mañana, no ahora mismo. Si el sistema de financiación actual no le resulta demasiado incómodo y le permite llegar al poder (algo que no deja de ser su primer objetivo) no tendrá demasiado interés en cambiarlo a corto plazo.

Cualquier sistema de financiación, por tanto, tiende a romperse por culpa de estos intereses contrapuestos. Cualquier reforma debe tener en cuenta estos problemas al tratar de aclarar el problema de las cuentas de los partidos.

Me centraré básicamente en dos ideas, una ya aplicada y otra algo más teórica. La primera no es tanto una propuesta concreta sino un principio rector un tanto incómodo: confiar en el electorado. Los votantes, con contadas excepciones (algún día tengo que hablar de ello) prefieren políticos honestos y receptivos a políticos pagando favores oscuros o viviendo alegremente de espaldas al mundo. Tampoco toleran la corrupción o las extorsiones. El problema al que se enfrentan los votantes, sin embargo, es que muchas veces saber si los políticos están cayendo en estos vicios es complicado.

Estamos de vuelta, por tanto, al control de los políticos, y al equilibrio entre representación y transparencia. Es mucho más fácil para el electorado informarse y castigar a los corruptos en un sistema político sencillo, bipartidista, parlamentario y de listas cerradas como el británico que en un sistema barroco, multipartidista, presidencial y con listas abiertas al estilo brasileño. Como más fácil sea de entender la competición entre partidos, y más fácil sea echar a patadas los partidos que se portan mal, menor es el riesgo de tener partidos financiándose de mala manera. un político debe tener pánico a la ira del electorado, y debe ser consciente que ni él ni su partido son eternos.

El segundo elemento importante es sacar a los políticos de la regulación de sus finanzas tanto como sea posible. Eso incluye, mucho me temo, la financiación pública, y el alegre gastar a costa de todos que acaban siempre por atribuirse. Más allá de eso, es necesario que los políticos piensen tan poco como sea posible en pagar campañas; es necesario obligarles a apretarse el cinturón. A estas alturas, es ridículo que no sea obligatorio hacer debates televisados o que se dependa de mítines para atraer la atención de la prensa. Cualquier medida que haga las campañas electorales más baratas debería ser bienvenida.

Para hacer que los políticos dejen de pensar en sus donantes, sin embargo, es necesario ir más allá. Resulta absurdo que en democracia un representante no sepa quién le ha votado, gracias al voto secreto, pero sí sepa quién le ha pagado la campaña. Es necesario plantearse seriamente hacer las donaciones anónimas.

La idea no es mía, es de Bruce Ackerman, un profesor de Yale. Su propuesta consiste en hacer que los políticos no puedan saber quién ha hecho las donaciones a su cuenta corriente, de modo que no puedan devolver favores a sus benefactores. Para ello se haría necesario crear una agencia intermediaria, estrictamente independiente, que se encargara de mover el dinero. El mecanismo debería ser tan automático (y a prueba de interferencias) como sea posible; la agencia recibiría el dinero y lo transmitiría al político siguiendo un patrón aleatorio para que no pudiera asociarse la cantidad al donante. El secreto haría cualquier individuo que dijera haber contribuido a la causa fuera además poco creíble, ya que todo el mundo puede marcarse el farol de decir que ayuda sin hacerlo.

La idea básica es bastante contraintuitiva: la opacidad en la financiación política de hecho podría ayudar a mejorar el sistema. El detalle importante es que esa opacidad debe ser del lado de los políticos, esos individuos que tienen como prioridad uno maximizar sus probabilidades de reelección. En cierto sentido, es un compromiso creible (no ayudar por no conocer) y una dieta forzosa (elimina la tentación)... aunque claro, otra cosa es que los favorecidos por el sistema actual quieran cambiarlo.

Resumiendo, las soluciones pasan por facilitar a los votantes la tarea de castigar al corrupto, y complicar a los políticos la tarea de favorecer a sus benefactores. Ambos factores, sea juntos o por separado, son recetas para arreglar este problema.