Si algo es difícil para un político de primera fila es marcharse. En cualquier sistema de gobierno, las sucesiones en el liderazgo son siempre momentos delicados, y las democracias no son una excepción.
Todo presidente o primer ministro sabe que en un futuro cercano volverá a ser un ciudadano normalillo; su duda es si su caída será voluntaria (dejándolo de forma voluntaria) o forzosa (vía elecciones perdidas, limitación de mandato o compañeros de partido). Si algo se repite en todas las posibles salidas (pies por delante o no) es el efecto que las expectativas tienen en su capacidad para gobernar.
La capacidad de un jefe de ejecutivo de dirigir el país de manera efectiva no sólo depende de su capacidad legal, los poderes que dicen que tiene los libros, si no también de su poder de negociación. Un presidente gobierna porque puede, pero también porque le dejan. Y este consentimiento se deriva, en muchos casos, de que su poder no tiene un horizonte temporal corto. Su partido tiene que estar hasta cierto punto de acuerdo con las leyes que quiere aprobar, con el político teniendo cargos que distribuir para compensar a los reticentes. El Congreso tiene que saber que las concesiones que da en una ley podrán ser compensadas en el futuro. Los sindicatos deben tener en mente que cada reforma que negocian podrá ser revisada en el futuro, y así sucesivamente.
¿Qué sucede cuando a un político no le queda demasiado tiempo? Lo primero, que gran parte de su poder de negociación desaparece. En Estados Unidos, al presidente en sus últimos años de su segundo mandato se le llama lame duck, y por una buena razón. Cuando un gobernante tiene sus días contados, cualquier reforma tendrá muchísima más resistencia de todos aquellos actores que ya no temerán represalias o compensaciones futuras, y su capacidad de maniobra se reducirá espantosamente.
El último ejemplo ha sido Tony Blair, que cometió el error de decir que se iría pronto, ya con el sucesor designado, e inmediatamente le empezaron a crecer los enanos. El partido le ha acabado forzando a que se vaya antes tiempo, muy a su pesar. Pero casos de este estilo hay multitud. Desde presidentes latinoamericanos limitados a un solo mandato que son ignorados casi de inmediato, pasando por gobernantes peligrosamente inpopulares (y por lo tanto, poco reelegibles) que se ven cada vez más asediados por amigos con ganas de ajustar viejas cuentas, el síndrome de fin de mandato es peligroso, y aún más preocupante para el político, tiende a convertirse en un círculo vicioso.
¿Alguien se preguntaba por qué la segunda legislatura de Aznar, especialmente la segunda mitad, fue mucho menos productiva que la primera? Esta es una de las razones. Limitar la capacidad de maniobra de los gobernantes de forma artificial no siempre es recomendable; que ellos solitos se aten las manos es sencillamente estúpido.
2 comentarios:
Veo a Rajoy y su "éxito" controlando el partido tras este artículo, eso está claro.
Hum... En el segundo mandato de Aznar no estaba tan puesto en política como ahora y peude que mi memoria me falle, pero creo recordar que con mayoría absoluta, el Sr. Presidente hacía y deshacía a su antojo...
Otra cosa es lo que sus "compañeros de partido" le permitieran hacer.
Cosa que se aseguró en cierta forma al crear esa absurda "carrera hacia la sucesión", que al final "ganó" el malogrado Rajoy... Ironías de la vida (aunque algunos lo quieran llamar "teorías de las conspiración", je je).
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