jueves, febrero 09, 2006

Urbanismo y ciudades (IV): el mercado inmobiliario contra la eficiencia general

Cuarta parte sobre la serie de posts sobre urbanismo y ciudades (I, II, III). Hoy va de dilemas...

Una de las primeras sorpresas de un europeo cuando visita Estados Unidos (y se aleja de Nueva York) es la tremenda cantidad de espacio que ocupan las ciudades para todo. Las calles son anchas incluso donde no pasa nadie, hectáreas de aparcamientos al aire libre envuelven a los centros comerciales, las aceras son enormes (y vacias), y cualquier cosa queda lejos, lejísimos para ir a pie. Las razones para que esto ocurra como de costumbre son variadas, aunque el componente político ha jugado componente central en este dibujo, a veces de forma no intencionada.

La distribución de la población en las ciudades y su densidad relativa es uno de los principales dilemas que la planificación urbanística debe afrontar. Una ciudad puede ser compacta y densa, al estilo de Boston, Nueva York o la mayoría de capitales europeas, o puede ser dispersa y extensa, siguiendo el patrón de Los Ángeles o Phoenix. Como todo en economía, la decisión que la ciudad tome una forma u otra no es gratuita, y representa escoger entre una determinada serie de costes a incurrir en el funcionamiento futuro de esta.

A partir de los años veinte del siglo pasado, las ciudades americanas empezaron a enfrentarse a un nuevo medio de transporte, el automóvil. Debido a su independencia de railes o vías de trazo más o menos fijo, el cacharro en cuestión permite a su propietario vivir más o menos donde quiera, sin tener que depender de tranvías o sus piernas para acercarse a ningún sitio. Esto, si bien es práctico para el automovilista, tiene algunos problemas graves para una ciudad en agregado, ya que favorece a la dispersión de la población.

Tener la población desperdigada en suburbios extensos con distancias grandes crea una serie de problemas. El primero, y más evidente, es que no se puede ir a ningún sitio a pie, y el coche es necesario para todo. Debido a la baja densidad de población (comparativamente) el transporte público es casi inviable, ya que cualquier línea de tren o autobús sólo cubrirá un porcentaje pequeño del territorio, dejando mucha población demasiado lejos de las estaciones para que su uso sea práctico. Por añadido, ofrecer servicios básicos como agua corriente o electricidad se hace más caro e ineficiente al tener que cubrir más distancia, mientras se hace más complicado tratar los problemas de seguridad ciudadana.

El problema que acaba siendo más evidente para los habitantes de los suburbios es, sin embargo, el transporte. La dependencia del coche para ir al trabajo o a comprar provoca gran cantidad de desplazamientos, que se hacen cada vez más largos según la dispersión aumenta. El coste y eficiencia energética del automóvil es patéticamente bajo en comparación a cualquier forma de transporte público, así que el despilfarro es considerable. Por añadido, si se quieren evitar atascos el gasto en infraestructuras es necesariamente enorme, necesitando autopistas para hacer los desplazamientos tolerables. La dispersión, en agregado, incrementa los costes para todo el mundo, y creando un derroche de energía gigantesco.

Algunas ciudades, en una mezcla entre suerte y elitismo, decidieron tratar de limitar esta dispersión en cuanto pudieron, para evitar que sus centros urbanos se convirtieran en un desastre motorizado constante. La herramienta escogida fue limitar el nivel de nuevas construcciones en su territorio a base de regular la calificación de los terrenos. Restringiendo la oferta de espacio disponible, los promotores están obligados a tratar de contentar la misma demanda con menos espacio; por tanto, pueden tanto subir los precios como aumentar la densidad para mejorar sus beneficios.

El resultado es lo que vemos en lugares como Nueva York, Boston o (en menor medida) Chicago hoy en día. Son ciudades densas, compactas, casi europeas, donde no se necesita el coche ya que el transporte público cubre de forma efectiva la mayoría de la población. La concentración hace que prestar servicios sea más sencillo, y el uso intensivo del espacio hace mantener la seguridad más fácil, a la vez que reduce la segregación.

Evidentemente, esto no sale gratis. Primero, es fácil intuir que el mercado inmobiliario regulado es bastante menos eficiente que sin regular, generando algunos problemas graves. El principal, los precios. La ciudad está limitando la oferta artificialmente, de modo que los precios de las viviendas y alquileres serán mucho más altos que los de lugares con menos manías a la hora de ocupar espacio. Por añadido, una burbuja inmobiliaria es algo relativamente fácil de ver en zonas con oferta restringida, algo que hace daño a todo el mundo menos a los promotores. Segundo, aunque el transporte público usado en masa es maravillosamente eficiente y más barato que el privado, no es necesariamente más rápido. El resultado es una ciudad más barata de mantener, donde el mismo dinero compra una vivienda mucho más pequeña, y donde es posible que uno se esté sentado en el metro un poco más de la cuenta.

La conclusión es que, como de costumbre, nada sale gratis. Dejar que cada uno construya dónde y cuándo quiera para bajar los precios de la vivienda es algo estupendo, pero acaba por tener costes de mantenimiento muy elevados a medio plazo. Abogar por una ciudad compacta y eficiente, por el contrario, tiene el precio de pisos pequeños y alquileres altos.

Es importante mencionar que en ambos casos se acabará subvencionando el transporte de un modo u otro. En una ciudad dispersa, el gasto público se irá en autopistas, en una compacta en metro. En el primer caso, a golpe de peajes e impuestos sobre la gasolina es posible que los usuarios de las infraestructuras cubran gran parte del coste, en el segundo, los billetes es probable que no lo consigan. Aún así, es necesario tener en cuenta que cada viajero en un metro está quitando congestión (y polución) a una calle de encima, así que el beneficio de su uso es más extenso que el de un conductor.

Como último comentario, ¿qué sucede si una ciudad sólo controla parte de lo que será su área metropolitana? Este es el problema de New Haven, por ejemplo, con un término municipal pequeño, y vecinos ansiosos de atraer habitantes y base impositiva. Básicamente, New Haven o ciudades similares no pueden hacer nada más que ver como la población se dispersa de mala manera sin poder remediarlo. O, en otras palabras, una buena razón para que o los municipios sean grandes, o la política urbanística sea autonómica, como sucede en España.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

creia q había tan pocos argumentos a favor de la ciudad dispersa que ni siquiera se planteaba ya hoy día la conveniencia de ese sistema.

Por lo menos desde el punto de vista ambiental es lo q a mi me han hecho creer.

Entiendo q las restricciones eleven el precio, pero creciendo hacia arriba se levantan muchos más metros cuadrados, eso tb significa elevar la oferta

R. Senserrich dijo...

La cuestión no es que la ciudad dispersa sea mejor (no lo es) sino que hacer ciudades concentradas no es gratis, y de hecho favorecen a los promotores algo serio a veces.

Anónimo dijo...

Lo que me interesa de este tu artículo, que me parece muy bueno, es la necesidad de organizar y gestionar correctamente el crecimiento urbano desde una perspectiva integral, y no solo teniendo en cuenta 2 o 3 factores.

Esto recupera el valor de la política como área común de resolución de problemas colectivos, lo cual creo que es una clave fundamental para hacer ciudades más habitables y sostenibles.