Anda el señor Alcaraz todo orgulloso diciendo que la AVT es una, grande, libre y representativa, como demuestra que su gestión ha recibido un apoyo unánime en la asamblea. Unánime, el tío. Sólo los líderes del partido comunista búlgaro consiguieron una cosa semejante, un apoyo tan masivo, unas bases tan deslumbradas por el genio político de su presidente que votaron, prietas las filas, todos a favor. Alcaraz, el mejor político desde Pericles. Qué bueno, el tío.
En fin, menuda estupidez. De hecho la misma unanimidad monolítica del voto es un indicador claro que la AVT es patéticamente poco representativa. Sí, quizás todos sus miembros están de acuerdo, pero en una organización de carácter voluntario eso es bastante irrelevante.
Cuando uno pertenece a un club o una asociación y la dirección toma decisiones, uno tiene básicamente tres opciones. Si uno está de acuerdo con lo que el presidente hace, se acepta, y no se dice nada; se sigue leal a la organización. Si uno no está de acuerdo, sin embargo, un miembro puede hacer dos cosas. La primera, la clásica pataleta; se protesta, levanta la voz y se queja que la dirección está haciendo el tonto. La segunda, menos visible en votaciones, normalmente sigue a la de la protesta, si esta es inútil; salir de la asociación, dando o no un portazo.
¿Es el apoyo a Alcaraz en la AVT unánime y sólido?. Sí, sin duda. Los votos están allí, eso no lo niega nadie. Sin embargo, estos resultados son un síntoma claro que la maquinaria política de la asociación no es incluyente, si no que está echando a los disidentes a patadas. A la gente que no está de acuerdo, sencillamente, se le señala la puerta, mientras que la AVT sigue ejerciendo su papel de plañidera mediática con tendencias conspiranoicas oficial del reino, entre aplausos y risas del respetable.
Alguno dirá que el sistema de gobierno de la AVT es abierto y transparente, y que las asambleas votan libremente. Con perdón, pero todos sabemos (y me hecho un panzón de hablar de ello) que una organización de este tipo es fácilmente manipulable, especialmente por gente con recursos, artillería mediática y un infinito afán de protagonismo; algo que según todos los informes, Alcaraz tiene a espuertas.
En fin, después dirán algunos que no usan a las víctimas, y tendrán razón. Lo que usan es la ficción de la mayoría de las víctimas, un espantapájaros de diseño para atizar al gobierno con él. Patético.
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domingo, abril 22, 2007
miércoles, enero 04, 2006
De asambleas y el mito de la igualdad participativa
Desde hace algún tiempo veo con cierta perplejidad un mito recurrente en algunos sectores de la izquierda más idealista / ingenua / iluminada (táchese lo que no proceda) consistente en una fe desmedida en las asambleas como forma de organización política. Si surge un problema y se tiene que decidir qué hacer, siempre hay alguien que sale hablando de democracia directa, movimientos asamblearios y juntar a 98.000 personas en el Camp Nou para discutir cómo organizar el transporte público en el barrio.
Esta obsesión parte de una concepción de la democracia y la participación política extensiva, incluyente, un tanto irritante y la verdad, un poco agotadora, consistente en votar y discutir todo el mundo, todo el rato, sobre todo, de modo que la unión entre los ciudadanos y política sea presuntamente perfecta e igualitaria. Como teoría es estupenda, pero por desgracia ignora ciertos elementos de sentido común que hacen de cualquier asamblea algo menos democrático de lo que aparenta, o al menos algo mucho menos igualitario.
La participación política tiene siempre un precio. En una democracia representativa al estilo europeo, los partidos políticos son tanto un instrumento de participación como una barrera de entrada, con sus ferreos mecanismos de selección de candidatos y su poderosa capacidad organizativa y maquinaria electoral. En el sistema americano, la gran barrera de entrada es el dinero, y la necesidad de recaudar como un poseso para pagarse la publicidad. En contraposición, um sistema asambleario abierto a todos no tiene más barrera de entrada que la de levantarse y pedir el micrófono, o eso es lo que parece a primera vista.
Bien, no exactamente. Hay dos "precios" que uno tiene que pagar para participar en un sistema de este estilo, que son interés en la materia a tratar y tiempo. Ambos crean una asimetria en la participación que hace la representitividad de toda asamblea dudosa a largo plazo, y su capacidad de ser verdaderamente democrática.
El interés relativo en los temas a tratar es importante. En un barrio no todo el mundo está interesado en todo lo que se debe decidir de manera colectiva, de modo que no toda votación o debate tendrá el mismo grado de participación. Si se tiene que trazar una línea de tranvia o de metro el interés será probablemente alto, pero si se tiene que votar sobre cloacas y sistemas de drenaje la presunta fascinación colectiva con las aguas fecales probablemente no lleve tanto público. Decidir si la basura la recoge un contratista u otro probablemente sólo lleve a la votación a los trabajadores de cada empresa, y gestión de zonas verdes y bosquecillos llevará a los botánicos y ecologistas de turno.
Puede que a primera vista suene inocente, pero no es recomendable tener votaciones de este modo. Primero, porque el votante medio no tiene porque parecerse en opiniones a los cuatro gatos obsesionados por una determinada materia, y segundo porque el nivel de interés de un ciudadano y la intensidad de sus preferencias no debería ser un criterio de atribución de poder político. Si sólo votan sobre un determinado tema aquellos que están extremadamente interesados en él (sólo votan sobre luces los vendedores de bombillas) la decisión no tiene porque ser remotamente cercana al interés general o la voluntad mayoritaria de la ciudadanía.
El origen del problema es evidentemente el tiempo. La mayoría de la población tiene cosas mucho mejores que hacer con su tiempo libre que debatir de manera inacabable sobre protección de espacios naturales y capacidad de colectores. De hecho, incluso el más aguerrido escribidor de la blogocosa tiene problemas para permanecer despierto cuando el cuarto abuelete de la tarde habla de los mirlos del monte verde de al lado y los jabalíes que había allí cuando él era pequeño, y lo mal que iría poner otra carretera en la montaña para los mirlos que quedan, etcétera. La toma de decisiones en una asamblea abierta es una cosa lenta, farragosa y pesada, que sólo los más tozudos activistas parecen encontrar realmente interesante.
Volvemos entonces a la representatividad. Si un sistema de toma de decisiones sólo acaba por atraer a las votaciones y debates a los aguerridos activistas capaces de soportar intervención tras intervención, esa igualdad en la participación no existe. La motivación / capacidad de resistencia a abueletes no debería ser un criterio de selección de los votantes de un sistema político, y en un sistema asambleario acaba por serlo.
Este es uno de los motivos principales por los que en movimientos de protesta, asociaciones y demás "siempre acaban siendo los mismos" en todas las reuniones. Al principio, cuando surge un problema, la motivación general es alta, y la gente participa bastante. Según la preocupación disminuye y empiezan a quedar sólo aquellos más preocupados o motivados, el tono de las reuniones pasa de representar más o menos fielmente a los miembros de una comunidad a representar la visión de aquellos con más ganas y tiempo libre. La paciencia es una virtud, cierto, pero no debería ser una virtud para participar en política.
Cuando se pide "más democracia", o "democracia real", se tienden a ignorar estas cosas, pero a mayor escala. Ya comenté hace unos meses el porqué de la democracia representativa, y la argumentación no difiere en exceso a la de ahora. No es un sistema bonito, pero es realista y funciona razonablemente bien, y eso a veces basta.
Toda organización de participación voluntaria, si no limita el valor del tiempo dedicado o racionaliza la participación de modo que no sea excesivamente costosa tiene este problema de radicalización espontanea. El volumen de los gritos no es un buen indicador de su peso dentro de una sociedad, y no debe ser un criterio en quién toma las decisiones. No por participar menos en un debate el voto debe contar menos.
Y sí, estoy pensando en esto, ahora que parece tener tanto eco ahí fuera. Y no, no me voy porque soy un cínico y me va bien la publicidad. Yo sólo quiero ser famoso...
Esta obsesión parte de una concepción de la democracia y la participación política extensiva, incluyente, un tanto irritante y la verdad, un poco agotadora, consistente en votar y discutir todo el mundo, todo el rato, sobre todo, de modo que la unión entre los ciudadanos y política sea presuntamente perfecta e igualitaria. Como teoría es estupenda, pero por desgracia ignora ciertos elementos de sentido común que hacen de cualquier asamblea algo menos democrático de lo que aparenta, o al menos algo mucho menos igualitario.
La participación política tiene siempre un precio. En una democracia representativa al estilo europeo, los partidos políticos son tanto un instrumento de participación como una barrera de entrada, con sus ferreos mecanismos de selección de candidatos y su poderosa capacidad organizativa y maquinaria electoral. En el sistema americano, la gran barrera de entrada es el dinero, y la necesidad de recaudar como un poseso para pagarse la publicidad. En contraposición, um sistema asambleario abierto a todos no tiene más barrera de entrada que la de levantarse y pedir el micrófono, o eso es lo que parece a primera vista.
Bien, no exactamente. Hay dos "precios" que uno tiene que pagar para participar en un sistema de este estilo, que son interés en la materia a tratar y tiempo. Ambos crean una asimetria en la participación que hace la representitividad de toda asamblea dudosa a largo plazo, y su capacidad de ser verdaderamente democrática.
El interés relativo en los temas a tratar es importante. En un barrio no todo el mundo está interesado en todo lo que se debe decidir de manera colectiva, de modo que no toda votación o debate tendrá el mismo grado de participación. Si se tiene que trazar una línea de tranvia o de metro el interés será probablemente alto, pero si se tiene que votar sobre cloacas y sistemas de drenaje la presunta fascinación colectiva con las aguas fecales probablemente no lleve tanto público. Decidir si la basura la recoge un contratista u otro probablemente sólo lleve a la votación a los trabajadores de cada empresa, y gestión de zonas verdes y bosquecillos llevará a los botánicos y ecologistas de turno.
Puede que a primera vista suene inocente, pero no es recomendable tener votaciones de este modo. Primero, porque el votante medio no tiene porque parecerse en opiniones a los cuatro gatos obsesionados por una determinada materia, y segundo porque el nivel de interés de un ciudadano y la intensidad de sus preferencias no debería ser un criterio de atribución de poder político. Si sólo votan sobre un determinado tema aquellos que están extremadamente interesados en él (sólo votan sobre luces los vendedores de bombillas) la decisión no tiene porque ser remotamente cercana al interés general o la voluntad mayoritaria de la ciudadanía.
El origen del problema es evidentemente el tiempo. La mayoría de la población tiene cosas mucho mejores que hacer con su tiempo libre que debatir de manera inacabable sobre protección de espacios naturales y capacidad de colectores. De hecho, incluso el más aguerrido escribidor de la blogocosa tiene problemas para permanecer despierto cuando el cuarto abuelete de la tarde habla de los mirlos del monte verde de al lado y los jabalíes que había allí cuando él era pequeño, y lo mal que iría poner otra carretera en la montaña para los mirlos que quedan, etcétera. La toma de decisiones en una asamblea abierta es una cosa lenta, farragosa y pesada, que sólo los más tozudos activistas parecen encontrar realmente interesante.
Volvemos entonces a la representatividad. Si un sistema de toma de decisiones sólo acaba por atraer a las votaciones y debates a los aguerridos activistas capaces de soportar intervención tras intervención, esa igualdad en la participación no existe. La motivación / capacidad de resistencia a abueletes no debería ser un criterio de selección de los votantes de un sistema político, y en un sistema asambleario acaba por serlo.
Este es uno de los motivos principales por los que en movimientos de protesta, asociaciones y demás "siempre acaban siendo los mismos" en todas las reuniones. Al principio, cuando surge un problema, la motivación general es alta, y la gente participa bastante. Según la preocupación disminuye y empiezan a quedar sólo aquellos más preocupados o motivados, el tono de las reuniones pasa de representar más o menos fielmente a los miembros de una comunidad a representar la visión de aquellos con más ganas y tiempo libre. La paciencia es una virtud, cierto, pero no debería ser una virtud para participar en política.
Cuando se pide "más democracia", o "democracia real", se tienden a ignorar estas cosas, pero a mayor escala. Ya comenté hace unos meses el porqué de la democracia representativa, y la argumentación no difiere en exceso a la de ahora. No es un sistema bonito, pero es realista y funciona razonablemente bien, y eso a veces basta.
Toda organización de participación voluntaria, si no limita el valor del tiempo dedicado o racionaliza la participación de modo que no sea excesivamente costosa tiene este problema de radicalización espontanea. El volumen de los gritos no es un buen indicador de su peso dentro de una sociedad, y no debe ser un criterio en quién toma las decisiones. No por participar menos en un debate el voto debe contar menos.
Y sí, estoy pensando en esto, ahora que parece tener tanto eco ahí fuera. Y no, no me voy porque soy un cínico y me va bien la publicidad. Yo sólo quiero ser famoso...
martes, abril 15, 2008
El votante desconfiado y los partidos
Ayer por GS se hablaba de unidad y división de los partidos. Se comenta, y muy acertadamente, que los votantes se quejan que los partidos son demasiado oligárquicos y demasiado disciplinados, pero sin embargo están igualmente dispuestos a castigar a aquellos partidos que se lían a tortazos con conflictos internos.
Este hecho es en cierto modo una paradoja: los votantes se quejan que los partidos dictaduras internas, pero no soportan la idea que debatan en público. Lo que no es, sin embargo, es una herencia del franquismo o una característica extraña de la cultura política en España.
Para empezar, la lista de partidos y coaliciones castigadas por sus divisiones internas en Europa es larga y gloriosa. Preguntadle a los laboristas desde finales de los setenta hasta que llego Tony Blair a poner paz, los conservadores desde la caída de Thatcher hasta anteayer, cuando finalmente pararon de sacudirse garrotazos en público, los Gaullistas y sus alegres divisiones de partido en los ochenta, el 95% de los gobiernos italianos, el SPD y Lafontaine buscando sus esencias, y podría seguir hasta nombrar todos los partidos de Europa en algún momento de su historia. Los votantes odian que los partidos discutan, y es así en todas partes.
¿Por qué sucede esto? Los votantes tienen motivos sólidos y totalmente racionales para hacer estas cosas. El primero, y más sencillo, es que uno no sabe exactamente qué esta comprando al votar a un partido dividido. ¿Estoy votando al neocañí de Espe, una moderación centrista Gallardoniana o una derecha clásica estilo Rajoy? ¿Si voto Laborista en los ochenta, mandará Kinnock o mandarán todos esos sindicalistas que se pasan el día de huelga en huelga? ¿Qué me garantiza si voto a John Major que sus "amigos" dentro del partido se lo carguen a media legislatura como hicieron con Thatcher?
El electorado sabe que la economía pide estabilidad, y tener a un gobierno más preocupado en decidir quién manda y quién decide que no en pasar leyes y medidas es básicamente una mala idea. Es más fácil para un gobierno mantener la disciplina interna cuando está en el poder, pero no garantiza nada. Que le pregunten a UCD o a Felipe González.
El segundo motivo es un poco más complicado. Para un votante que quiere que los partidos escuchen todas las voces internas, la decisión de castigar la disensión interna es de hecho racional. El motivo lo explicaba no hace demasiado en otro artículo. Básicamente, si el líder de un partido sabe que los votantes castigarán salvajemente cualquier conflicto interno, eso será un incentivo para ser tan incluyente como sea posible. El dilema para el jefe se reduce básicamente a decidir si prefiere escuchar y adoptar las ideas de sectores del partido más "puristas" y alejarse del centro, o pelearse con ellos e intentar ser tan moderado y cercano al (mítico) votante mediano como sea posible.
Si los votantes no penalizan el conflicto interno en absoluto, el presidente de un partido lo tiene claro: ignoremos a las corrientes, minorías y tendencias, y populismo a todo tren. Si lo votantes en cambio son implacables, el líder va a tratar de cooptar tanta gente como pueda en la ejecutiva, alejándose del centro y creando una dirección más representativa de lo que es el partido. El electorado racionalmente prefiere un partido unido, porque es incluyente, que un partido dividido, porque revela un liderazgo autista y poco tolerante con otras opiniones.
A todo esto, no todos los partidos son iguales, evidentemente. Hay partidos que tienen la desgracia de tener tantas opiniones y tendencias que se pasan el día en el ring (Izquierda Unida); hay otros que están llenos de gente tan desesperada de ganar unas elecciones que el líder puede decir todas las burradas que quiera sin que nadie le cuestione (el PP en el 95-96, tras perder demasiadas veces).
Aún así, me parece bastante claro que es bastante racional y razonable que los votantes odien los partidos que pierden el tiempo en guerras internas. Es una mala señal, desde cualquier punto de vista.
A todo esto, respondo también al artículo sobre el postmodernismo con este enlace. ;-).
Este hecho es en cierto modo una paradoja: los votantes se quejan que los partidos dictaduras internas, pero no soportan la idea que debatan en público. Lo que no es, sin embargo, es una herencia del franquismo o una característica extraña de la cultura política en España.
Para empezar, la lista de partidos y coaliciones castigadas por sus divisiones internas en Europa es larga y gloriosa. Preguntadle a los laboristas desde finales de los setenta hasta que llego Tony Blair a poner paz, los conservadores desde la caída de Thatcher hasta anteayer, cuando finalmente pararon de sacudirse garrotazos en público, los Gaullistas y sus alegres divisiones de partido en los ochenta, el 95% de los gobiernos italianos, el SPD y Lafontaine buscando sus esencias, y podría seguir hasta nombrar todos los partidos de Europa en algún momento de su historia. Los votantes odian que los partidos discutan, y es así en todas partes.
¿Por qué sucede esto? Los votantes tienen motivos sólidos y totalmente racionales para hacer estas cosas. El primero, y más sencillo, es que uno no sabe exactamente qué esta comprando al votar a un partido dividido. ¿Estoy votando al neocañí de Espe, una moderación centrista Gallardoniana o una derecha clásica estilo Rajoy? ¿Si voto Laborista en los ochenta, mandará Kinnock o mandarán todos esos sindicalistas que se pasan el día de huelga en huelga? ¿Qué me garantiza si voto a John Major que sus "amigos" dentro del partido se lo carguen a media legislatura como hicieron con Thatcher?
El electorado sabe que la economía pide estabilidad, y tener a un gobierno más preocupado en decidir quién manda y quién decide que no en pasar leyes y medidas es básicamente una mala idea. Es más fácil para un gobierno mantener la disciplina interna cuando está en el poder, pero no garantiza nada. Que le pregunten a UCD o a Felipe González.
El segundo motivo es un poco más complicado. Para un votante que quiere que los partidos escuchen todas las voces internas, la decisión de castigar la disensión interna es de hecho racional. El motivo lo explicaba no hace demasiado en otro artículo. Básicamente, si el líder de un partido sabe que los votantes castigarán salvajemente cualquier conflicto interno, eso será un incentivo para ser tan incluyente como sea posible. El dilema para el jefe se reduce básicamente a decidir si prefiere escuchar y adoptar las ideas de sectores del partido más "puristas" y alejarse del centro, o pelearse con ellos e intentar ser tan moderado y cercano al (mítico) votante mediano como sea posible.
Si los votantes no penalizan el conflicto interno en absoluto, el presidente de un partido lo tiene claro: ignoremos a las corrientes, minorías y tendencias, y populismo a todo tren. Si lo votantes en cambio son implacables, el líder va a tratar de cooptar tanta gente como pueda en la ejecutiva, alejándose del centro y creando una dirección más representativa de lo que es el partido. El electorado racionalmente prefiere un partido unido, porque es incluyente, que un partido dividido, porque revela un liderazgo autista y poco tolerante con otras opiniones.
A todo esto, no todos los partidos son iguales, evidentemente. Hay partidos que tienen la desgracia de tener tantas opiniones y tendencias que se pasan el día en el ring (Izquierda Unida); hay otros que están llenos de gente tan desesperada de ganar unas elecciones que el líder puede decir todas las burradas que quiera sin que nadie le cuestione (el PP en el 95-96, tras perder demasiadas veces).
Aún así, me parece bastante claro que es bastante racional y razonable que los votantes odien los partidos que pierden el tiempo en guerras internas. Es una mala señal, desde cualquier punto de vista.
A todo esto, respondo también al artículo sobre el postmodernismo con este enlace. ;-).
sábado, diciembre 08, 2007
Elogio de la disciplina de partido
Hay bien pocos términos más denostados en el debate político en internet que el de disciplina de partido. A este concepto se le atribuyen multitud de efectos malvados y terribles, que van desde el origen de la corrupción al autismo de los partidos, pasando por la destrucción del ideal de la democracia tal como lo conocemos y la muerte de la libertad de expresión.
Lo cierto es que cuando un elemento tan extendido en todos los sistemas políticos occidentales recibe tantas críticas uno debe empezar a sospechar. He comentado a menudo que cuando una determinada institución está organizada de una determinada manera acostumbra a ser por un buen motivo. En el caso de los partidos políticos, que viven a menudo en entornos extraordinariamente competitivos, es más que probable que tiendan a converger en aquellas soluciones que demuestran ser más efectivas.
¿Por qué existe entonces la disciplina de partido? La mejor manera de explicarlo es recurriendo a dos citas de Benjamin Disraeli, un primer ministro británico de la época victoriana:
1. "Party is organized opinion" (un partido es opinión organizada)
2. "Damm your principles! Stick to your party" (malditos tu principios. Sigue a tu partido).
El origen de los partido políticos se basa en la necesidad de cierto orden. Cuando un grupo de legisladores con preferencias distintas tratan de tomar decisiones, uno de los principales problemas a los que se enfrentan es lo difícil que resulta formar mayorías estables. Cada vez que se tiene que tomar una decisión todos los miembros de un hipotético parlamento sin partidos deben negociar lenta y dolorosamente con todos sus colegas, cada uno con orden de prioridades. Para hacer las cosas más difíciles, no todo el mundo se preocupa por las mismas cosas de la misma manera; sólo decidir qué se decide primero y qué votamos después será un problema tremebundo. Y para hacer las cosas aún más difíciles, en una votación con más de una respuesta posible (haciéndonos escoger entre más de un proyecto de ley, por ejemplo) el conseguir una mayoría estable es de hecho matemáticamente imposible, haciendo el proceso más una guerra por controlar la agenda que un debate tranquilo.
Los partidos, inicialmente, nacen como una decisión racional por parte de grupos de legisladores para ganar votaciones. Si un grupo de parlamentarios negocia una determinada estructura de respuestas en unos cuantos temas ("tú votas a favor en esto que me interesa, a cambio voto sí en esto a lo que soy indiferente") y votan en bloque, su capacidad de influir en las votaciones se incrementa muchísimo. No hace falta ser un genio para darse cuenta que un grupo organizado siempre ganará a tres o cuatro tipos sin amigos, así que es sólo cuestión de tiempo hasta que el resto de legisladores se metan en un arreglo parecido.
En un sentido abstracto, la disciplina de partido es una norma organizativa por la que un legislador individual acepta votar por políticas que no comparte del todo a cambio de poder ganar votaciones sobre cosas que sí le interesan. Lo que vemos en una democracia representativa moderna es una evolución de este mecanismo social.
Cuando uno se mete en un partido político uno es perfectamente consciente que no está de acuerdo con todo. Lo que si sabe, sin embargo, es que algunos de los temas que el partido defiende sí coinciden plenamente, y por eso lo apoyamos. Un militante de base, evidentemente, tiene poco a decir sobre las posiciones del partido; la agenda (ese elemento crucial en un "voto en la jungla") está controlada por los líderes del partido. El motivo de este control es de nuevo una extensión de este mecanismo; un proceso de debate abierto tiene problemas de coordinación graves, así que los partidos tienden a funcionar en base a equipos reducidos (los "barones" o "notables" del partido) que son los que simplifican las votaciones.
La disciplina de partido, además, no se reduce a cómo se escogen las posiciones del partido. Como comentaba el otro día, los votantes detestan que los partidos tengan peleas internas. De forma más o menos intuitiva el electorado sabe que un partido que pierda el tiempo decidiendo qué hace no será un gobierno eficiente; si un presidente del gobierno tiene que perder el tiempo ganándose los votos de sus diputados uno a uno veremos pocas leyes, demasiada confusión y muchos regalos. Por añadido, la estrategia de apoyar primero y preguntar después es casi siempre racional. Un partido político ya tiene bastantes críticos y enemigos externos; es absurdo dar a la prensa más madera cuando estás militando en el menos malo de todos los nidos de víboras posibles.
No tiene que ser una sorpresa, por tanto, que los partidos políticos y sus militantes valoren la lealtad al partido como algo positivo en un potencial dirigente. No sólo es cuestión que el tipo te haya hecho la pelota en el pasado; también es signo que el tipo entiende en qué negocio anda metido. Evidentemente cuando se trata de mandar uno no quiere sólo zombies (y los líderes que saben lo que hacen no escogen gente pelota), pero el ir por libre es en muchos casos algo que se tiene que hacer con mesura. Sin ir más lejos, echad un ojo a todos los políticos españoles con fama de ir por libre, y lo "útiles" que han sido a su partido. Bono, Ibarra, Maragall, Aguirre, Gallardón, Díez... todos ellos gente lista, válida y muy preparada, pero detestados por ir contra corriente demasiado a menudo.
Evidentemente, esta idea de disciplina y lealtad no siempre es una buena idea; no hace falta más que fijarse en lo que sucede cada vez que pillan a alguien con las manos en la hucha en un caso de corrupción. Organizativamente, sin embargo, es una respuesta más que racional, y que no debería ser tan despreciada.
Lo cierto es que cuando un elemento tan extendido en todos los sistemas políticos occidentales recibe tantas críticas uno debe empezar a sospechar. He comentado a menudo que cuando una determinada institución está organizada de una determinada manera acostumbra a ser por un buen motivo. En el caso de los partidos políticos, que viven a menudo en entornos extraordinariamente competitivos, es más que probable que tiendan a converger en aquellas soluciones que demuestran ser más efectivas.
¿Por qué existe entonces la disciplina de partido? La mejor manera de explicarlo es recurriendo a dos citas de Benjamin Disraeli, un primer ministro británico de la época victoriana:
1. "Party is organized opinion" (un partido es opinión organizada)
2. "Damm your principles! Stick to your party" (malditos tu principios. Sigue a tu partido).
El origen de los partido políticos se basa en la necesidad de cierto orden. Cuando un grupo de legisladores con preferencias distintas tratan de tomar decisiones, uno de los principales problemas a los que se enfrentan es lo difícil que resulta formar mayorías estables. Cada vez que se tiene que tomar una decisión todos los miembros de un hipotético parlamento sin partidos deben negociar lenta y dolorosamente con todos sus colegas, cada uno con orden de prioridades. Para hacer las cosas más difíciles, no todo el mundo se preocupa por las mismas cosas de la misma manera; sólo decidir qué se decide primero y qué votamos después será un problema tremebundo. Y para hacer las cosas aún más difíciles, en una votación con más de una respuesta posible (haciéndonos escoger entre más de un proyecto de ley, por ejemplo) el conseguir una mayoría estable es de hecho matemáticamente imposible, haciendo el proceso más una guerra por controlar la agenda que un debate tranquilo.
Los partidos, inicialmente, nacen como una decisión racional por parte de grupos de legisladores para ganar votaciones. Si un grupo de parlamentarios negocia una determinada estructura de respuestas en unos cuantos temas ("tú votas a favor en esto que me interesa, a cambio voto sí en esto a lo que soy indiferente") y votan en bloque, su capacidad de influir en las votaciones se incrementa muchísimo. No hace falta ser un genio para darse cuenta que un grupo organizado siempre ganará a tres o cuatro tipos sin amigos, así que es sólo cuestión de tiempo hasta que el resto de legisladores se metan en un arreglo parecido.
En un sentido abstracto, la disciplina de partido es una norma organizativa por la que un legislador individual acepta votar por políticas que no comparte del todo a cambio de poder ganar votaciones sobre cosas que sí le interesan. Lo que vemos en una democracia representativa moderna es una evolución de este mecanismo social.
Cuando uno se mete en un partido político uno es perfectamente consciente que no está de acuerdo con todo. Lo que si sabe, sin embargo, es que algunos de los temas que el partido defiende sí coinciden plenamente, y por eso lo apoyamos. Un militante de base, evidentemente, tiene poco a decir sobre las posiciones del partido; la agenda (ese elemento crucial en un "voto en la jungla") está controlada por los líderes del partido. El motivo de este control es de nuevo una extensión de este mecanismo; un proceso de debate abierto tiene problemas de coordinación graves, así que los partidos tienden a funcionar en base a equipos reducidos (los "barones" o "notables" del partido) que son los que simplifican las votaciones.
La disciplina de partido, además, no se reduce a cómo se escogen las posiciones del partido. Como comentaba el otro día, los votantes detestan que los partidos tengan peleas internas. De forma más o menos intuitiva el electorado sabe que un partido que pierda el tiempo decidiendo qué hace no será un gobierno eficiente; si un presidente del gobierno tiene que perder el tiempo ganándose los votos de sus diputados uno a uno veremos pocas leyes, demasiada confusión y muchos regalos. Por añadido, la estrategia de apoyar primero y preguntar después es casi siempre racional. Un partido político ya tiene bastantes críticos y enemigos externos; es absurdo dar a la prensa más madera cuando estás militando en el menos malo de todos los nidos de víboras posibles.
No tiene que ser una sorpresa, por tanto, que los partidos políticos y sus militantes valoren la lealtad al partido como algo positivo en un potencial dirigente. No sólo es cuestión que el tipo te haya hecho la pelota en el pasado; también es signo que el tipo entiende en qué negocio anda metido. Evidentemente cuando se trata de mandar uno no quiere sólo zombies (y los líderes que saben lo que hacen no escogen gente pelota), pero el ir por libre es en muchos casos algo que se tiene que hacer con mesura. Sin ir más lejos, echad un ojo a todos los políticos españoles con fama de ir por libre, y lo "útiles" que han sido a su partido. Bono, Ibarra, Maragall, Aguirre, Gallardón, Díez... todos ellos gente lista, válida y muy preparada, pero detestados por ir contra corriente demasiado a menudo.
Evidentemente, esta idea de disciplina y lealtad no siempre es una buena idea; no hace falta más que fijarse en lo que sucede cada vez que pillan a alguien con las manos en la hucha en un caso de corrupción. Organizativamente, sin embargo, es una respuesta más que racional, y que no debería ser tan despreciada.
viernes, agosto 24, 2007
El (incierto) gobierno de los filósofos
Enric Casanova se pregunta hoy, con cierto aire compungido, por qué estamos todos gobernados por una pila de imbéciles. En fin, nada que no dijera Platón en su momento, tras ver el torpe funcionamiento de la democracia en Atenas. Enric, como muchos otros antes, se lamenta que no tengamos mandando a los más competentes, a los tecnócratas; el gobierno de los filosofos que pedían los antiguos y que parece no acabar de llegar nunca.
Como todos los problemas con más de 2.000 años de antigüedad, es bastante probable que esa solución que no llega nunca es de hecho rematadamente difícil. Y la verdad, si miramos las cosas un poco de cerca y sin ser demasiado fantasiosos, veremos que de hecho no es que el problema sea irresoluble, es la pregunta la que está mal formulada.
Empezaremos por España. Enric, como tantos otros, se suma a las voces que claman que los políticos y la democracia española son patéticamente malos comparados con cualquier vecino. La verdad, esta idea forma parte de un absurdo complejo de inferioridad que debe ser desterrado. La democracia española es, a casi todos los efectos, un régimen político absolutamente normal, perfectamente comparable a cualquier otro país occidental. En algunos puntos es de hecho remarcablemente innovadora, en cosas como derechos civiles, organización territorial o sistema de atribución competencial. Es un diseño bastante bueno, que funciona con relativamente pocos problemas, y que ha disfrutado hasta ahora de una clase política de una calidad sorprendentemente alta. No es perfecto, ni de lejos, pero tiene mucho de bueno, y muy poco que envidiar a nuestros vecinos.
Pasando a un tema más general, el gobierno de los mejores es un problema más difícil de resolver de lo que parece. Supongo que no se le escapa a nadie que la definición de "mejor" en lo que respecta a gobernantes es poco menos que un imposible. Ser el mejor presidente o ministro no es sólo una cuestión de competencia técnica o ser el que más sabe del ramo (ya os digo, yo sería un ministro de fomento excelente), también implica tener capacidad de tomar decisiones complicadas. Y no es sólo en cuestiones de "problema matemático lioso" o "puente muy largo a construir", es en cuestiones de tener información incierta, dar respuesta a problemas confusos, y por encima de todo, decidir quién gana, y quién pierde.
Y aquí si que no hay técnico o filósofo que valga. En política, en gobierno se decide cómo se recaudan y reasignan recursos. En el fondo esta es una decisión moral, no técnica; si nos atenemos a lo visto hasta ahora, el acuerdo sobre qué camino tomar es mejor de forma objetiva es un debate más que complicado.
Tras mucho probar, hemos llegado a la conclusión que la forma menos mala de decidir estas cosas es votando, por mucho que sea un instrumento bastante torpe para dar puntos de vista. Dentro de las votaciones, la forma más razonable ha sido pasar a la democracia representativa, y dejar que dos o más grupos de gobernantes profesionales (esa "clase política" que tanto se desprecia) se partan los cuernos para ofrecer el mejor plan posible.
Y si eso trae electoralismo, y hacer lo imposible por mandar, sea bienvenido. Los políticos trabajan para el electorado, lo mínimo que podemos pedirles es que hagan lo imposible por satisfacerlos. El votante ya sabrá (esperamos) cuándo el peloteo es falso o verdadero; si el gobernante les engaña, es su culpa. Y por supuesto queremos que los votantes desprecien a los políticos; una democracia no funciona como debe sin que los políticos vivan muertos de miedo y pavor ante la ira de los ciudadanos y la pérdida de poltrona resultante. El mejor garante que no hagan grandes tonterias es que sepan a ciencia cierta que si hacen el mandril, se van a la calle.
La pregunta relevante, por tanto, no es tanto qué debemos hacer para que gobiernen los mejores. La pregunta que de verdad nos debe preocupar es cómo nos aseguramos que aquel gobernante que haga el imbécil (o sea un imbécil; siempre se cuela alguno) pierda el puesto de inmediato. Los dirigentes mejores ya vendrán, a base de meter el miedo en el cuerpo en los partidos y en filtrar a los inútiles en las urnas.
Una última nota: al votar de este modo escogemos esencialmente en base a criterios ideológicos, es decir, a base de juicios morales. La competencia técnica, tras también muchos años de prueba y error, la dejamos a los profesionales, es decir a la burocracia del estado, a la función pública; ellos son los expertos. Eso, claro está, también trae sus problemas, pero vamos, no hay nada perfecto. Ni Suecia, oiga.
Como todos los problemas con más de 2.000 años de antigüedad, es bastante probable que esa solución que no llega nunca es de hecho rematadamente difícil. Y la verdad, si miramos las cosas un poco de cerca y sin ser demasiado fantasiosos, veremos que de hecho no es que el problema sea irresoluble, es la pregunta la que está mal formulada.
Empezaremos por España. Enric, como tantos otros, se suma a las voces que claman que los políticos y la democracia española son patéticamente malos comparados con cualquier vecino. La verdad, esta idea forma parte de un absurdo complejo de inferioridad que debe ser desterrado. La democracia española es, a casi todos los efectos, un régimen político absolutamente normal, perfectamente comparable a cualquier otro país occidental. En algunos puntos es de hecho remarcablemente innovadora, en cosas como derechos civiles, organización territorial o sistema de atribución competencial. Es un diseño bastante bueno, que funciona con relativamente pocos problemas, y que ha disfrutado hasta ahora de una clase política de una calidad sorprendentemente alta. No es perfecto, ni de lejos, pero tiene mucho de bueno, y muy poco que envidiar a nuestros vecinos.
Pasando a un tema más general, el gobierno de los mejores es un problema más difícil de resolver de lo que parece. Supongo que no se le escapa a nadie que la definición de "mejor" en lo que respecta a gobernantes es poco menos que un imposible. Ser el mejor presidente o ministro no es sólo una cuestión de competencia técnica o ser el que más sabe del ramo (ya os digo, yo sería un ministro de fomento excelente), también implica tener capacidad de tomar decisiones complicadas. Y no es sólo en cuestiones de "problema matemático lioso" o "puente muy largo a construir", es en cuestiones de tener información incierta, dar respuesta a problemas confusos, y por encima de todo, decidir quién gana, y quién pierde.
Y aquí si que no hay técnico o filósofo que valga. En política, en gobierno se decide cómo se recaudan y reasignan recursos. En el fondo esta es una decisión moral, no técnica; si nos atenemos a lo visto hasta ahora, el acuerdo sobre qué camino tomar es mejor de forma objetiva es un debate más que complicado.
Tras mucho probar, hemos llegado a la conclusión que la forma menos mala de decidir estas cosas es votando, por mucho que sea un instrumento bastante torpe para dar puntos de vista. Dentro de las votaciones, la forma más razonable ha sido pasar a la democracia representativa, y dejar que dos o más grupos de gobernantes profesionales (esa "clase política" que tanto se desprecia) se partan los cuernos para ofrecer el mejor plan posible.
Y si eso trae electoralismo, y hacer lo imposible por mandar, sea bienvenido. Los políticos trabajan para el electorado, lo mínimo que podemos pedirles es que hagan lo imposible por satisfacerlos. El votante ya sabrá (esperamos) cuándo el peloteo es falso o verdadero; si el gobernante les engaña, es su culpa. Y por supuesto queremos que los votantes desprecien a los políticos; una democracia no funciona como debe sin que los políticos vivan muertos de miedo y pavor ante la ira de los ciudadanos y la pérdida de poltrona resultante. El mejor garante que no hagan grandes tonterias es que sepan a ciencia cierta que si hacen el mandril, se van a la calle.
La pregunta relevante, por tanto, no es tanto qué debemos hacer para que gobiernen los mejores. La pregunta que de verdad nos debe preocupar es cómo nos aseguramos que aquel gobernante que haga el imbécil (o sea un imbécil; siempre se cuela alguno) pierda el puesto de inmediato. Los dirigentes mejores ya vendrán, a base de meter el miedo en el cuerpo en los partidos y en filtrar a los inútiles en las urnas.
Una última nota: al votar de este modo escogemos esencialmente en base a criterios ideológicos, es decir, a base de juicios morales. La competencia técnica, tras también muchos años de prueba y error, la dejamos a los profesionales, es decir a la burocracia del estado, a la función pública; ellos son los expertos. Eso, claro está, también trae sus problemas, pero vamos, no hay nada perfecto. Ni Suecia, oiga.
miércoles, diciembre 05, 2007
La curiosa definición de dictadura
Una de las paradojas más curiosas de la Ciencia Política es los problemas que tiene para definir qué es una democracia. Lincoln en su día parió la mejor definición poética ("gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo"), pero a la hora de hacer esta definición operativa las cosas son un poco más complicadas. ¿Quién es el pueblo? ¿cuándo podemos decir que gobierna? ¿cómo se determina para quien gobierna? ¿Cuántos deben estar gobernando?.
Es curioso ver como estas preguntas ligeramente obtrusas se meten de vez en cuando en el debate público, y es más curioso todavía que sea un cierto sector de la derecha española que ande obsesionado en definir a su gusto qué es una democracia y qué no lo es. La última ronda en el reparto del carnet de demócratas y dictadores les ha tocado como de costumbre a los malos preferidos de turno, Venezuela y Cataluña.
Parece mentira, pero ahí va. Hora de definir qué es una democracia para niños. Para empezar, democracia y dictadura no son términos binarios; entre una y otra hay una relativamente amplia escala de grises. Por añadido, no podemos considerar que una democracia es únicamente el régimen pluscuamperfecto en plan ateniense; hay sistemas menos "puros" que son evidentemente democracias, igual que hay dictaduras que no llegan al "ideal" de dictadura de 1984. En general, y para simplificar, el nivel de entrada por así decirlo para ser una democracia normalmente se situa en en los sistemas representativos, y el de dictadura más o menos en lo que no llega a este baremo.
¿Qué le pedimos a un país para ser una democracia representativa? En pocas palabras, elecciones periódicas libres y competitivas, sufragio universal y libertad de reunión, asociación y prensa con garantías. Si se quiere hilar fino, se puede añadir que los resultados electorales no estén tutelados (que el ejercito no intervenga si gana alguien que no le gusta, por ejemplo) y la verdad, poca cosa más. Si uno no llega a estos mínimos, no tenemos una democracia, hay otra cosa. La palabra exacta es de nuevo relativamente difícil de establecer; algunos hablan de "democraduras" y "dictablandas" antes de llegar a dictadura, y la verdad con cierta razón.
Mirando los dos últimos ejemplos de presuntas dictaduras según algunos, me temo que no podemos hablar realmente de régimenes no democráticos. Tanto Cataluña como Venezuela tienen elecciones con regularidad, libres (puede participar todo el mundo) y competitivas (los resultados no son conocidos de antemano), y las libertades civiles son plenamente vigentes. En Venezuela la oposición se ha manifestado, en Cataluña uno puede comprar La Razón, escuchar la Cope y entrar en Libertad Digital sin el más mínimo inconveniente. Se podría cuestionar la tutela sobre los resultados electorales, aunque la verdad, no en el sentido que algunos gustan insinuar: en Venezuela el golpe de estado fue contra el gobierno, no contra la oposición.
Céntremos en Cataluña. La respuesta de los críticos será, probablemente, que no estoy hilando lo suficiente fino. Un régimen político puede tener unas leyes en los libros y unos procedimientos formales establecidos, pero asegurarse que las decisiones esten todas tomadas de antemano. De igual modo, un sistema político puede tener los procedimientos funcionando como deben, pero asegurarse que quien no debe participar no participe, haciendo que sólo voten "los buenos".
El problema de estos argumentos es que para que funcionen tienen que contradecir los principios de arriba. Si las elecciones son genuinamente competitivas (y el hecho que haya cambios de partido en el gobierno o el presidente pierda referéndums es muestra de ello) el primer problema es ficticio. Para que el segundo sea cierto, tiene que existir un sistema de fraude electoral o abstención forzosa que rompería con la idea de elecciones libres.
El argumento no es de procedimiento o de exclusión coercitiva, dicen a menudo. El problema es de carácter social, de estructura social. O en otras palabras, una especie de superestructura nacionalista y/o clientelar que sorbe los sesos a los votantes y hace que actúen en contra de sus intereses. O dicho en otras palabras, falta de conciencia nacional o amor por la libertad debido a esta opresión. En el siglo XIX un tipo con barbas le llamaba a esto alienación, creo. La derecha liberal española, quien lo iba a decir, va por el mundo hablando marxismo.
En el fondo, tiene sentido. Al igual que muchos neoconservadores americanos, muchos en derecha liberaloide española provienen de la izquierda comunista de los setenta. El argumento marxista, diciendo que debido a la alienación la clase obrera no tiene conciencia de clase y no se apunta al rollo revolucionario en contra de sus intereses se ha convertido en que el pueblo charnego catalán no ve cómo el nacionalismo les oprime los sesos, y no se meten en política debida al totalitarismo social imperante. Si la idea de Marx tiene agujeros (y los tiene), el marcianismo dictatorial catalán-venezolano también lo es, ciertamente.
Lo que me lleva a pensar que los argumentos y diatribas sobre totalitarismos y dictaduras de determinada derecha, especialmente cuando se refieren a Cataluña, son básicamente justificaciones de una derrota. La culpa que no ganemos, que es lo lógico, la culpa es de los votantes que son así de tontos. A la izquierda marxista esta clase de lloriqueos nunca le llevó demasiado lejos; a la derecha paleoliberal española es más que probable que le suceda lo mismo.
Nota al margen: el clientelismo, algo muy extendido en Venezuela, no es por cierto contrario a la democracia. La gente vota libremente siguiendo sus intereses, que son vivir de gorras. La cuestión en este caso es de buenas o malas políticas públicas, no sobre calidad democrática. Otra cosa es que se caiga en el caciquismo, pero ese es otro cantar.
Es curioso ver como estas preguntas ligeramente obtrusas se meten de vez en cuando en el debate público, y es más curioso todavía que sea un cierto sector de la derecha española que ande obsesionado en definir a su gusto qué es una democracia y qué no lo es. La última ronda en el reparto del carnet de demócratas y dictadores les ha tocado como de costumbre a los malos preferidos de turno, Venezuela y Cataluña.
Parece mentira, pero ahí va. Hora de definir qué es una democracia para niños. Para empezar, democracia y dictadura no son términos binarios; entre una y otra hay una relativamente amplia escala de grises. Por añadido, no podemos considerar que una democracia es únicamente el régimen pluscuamperfecto en plan ateniense; hay sistemas menos "puros" que son evidentemente democracias, igual que hay dictaduras que no llegan al "ideal" de dictadura de 1984. En general, y para simplificar, el nivel de entrada por así decirlo para ser una democracia normalmente se situa en en los sistemas representativos, y el de dictadura más o menos en lo que no llega a este baremo.
¿Qué le pedimos a un país para ser una democracia representativa? En pocas palabras, elecciones periódicas libres y competitivas, sufragio universal y libertad de reunión, asociación y prensa con garantías. Si se quiere hilar fino, se puede añadir que los resultados electorales no estén tutelados (que el ejercito no intervenga si gana alguien que no le gusta, por ejemplo) y la verdad, poca cosa más. Si uno no llega a estos mínimos, no tenemos una democracia, hay otra cosa. La palabra exacta es de nuevo relativamente difícil de establecer; algunos hablan de "democraduras" y "dictablandas" antes de llegar a dictadura, y la verdad con cierta razón.
Mirando los dos últimos ejemplos de presuntas dictaduras según algunos, me temo que no podemos hablar realmente de régimenes no democráticos. Tanto Cataluña como Venezuela tienen elecciones con regularidad, libres (puede participar todo el mundo) y competitivas (los resultados no son conocidos de antemano), y las libertades civiles son plenamente vigentes. En Venezuela la oposición se ha manifestado, en Cataluña uno puede comprar La Razón, escuchar la Cope y entrar en Libertad Digital sin el más mínimo inconveniente. Se podría cuestionar la tutela sobre los resultados electorales, aunque la verdad, no en el sentido que algunos gustan insinuar: en Venezuela el golpe de estado fue contra el gobierno, no contra la oposición.
Céntremos en Cataluña. La respuesta de los críticos será, probablemente, que no estoy hilando lo suficiente fino. Un régimen político puede tener unas leyes en los libros y unos procedimientos formales establecidos, pero asegurarse que las decisiones esten todas tomadas de antemano. De igual modo, un sistema político puede tener los procedimientos funcionando como deben, pero asegurarse que quien no debe participar no participe, haciendo que sólo voten "los buenos".
El problema de estos argumentos es que para que funcionen tienen que contradecir los principios de arriba. Si las elecciones son genuinamente competitivas (y el hecho que haya cambios de partido en el gobierno o el presidente pierda referéndums es muestra de ello) el primer problema es ficticio. Para que el segundo sea cierto, tiene que existir un sistema de fraude electoral o abstención forzosa que rompería con la idea de elecciones libres.
El argumento no es de procedimiento o de exclusión coercitiva, dicen a menudo. El problema es de carácter social, de estructura social. O en otras palabras, una especie de superestructura nacionalista y/o clientelar que sorbe los sesos a los votantes y hace que actúen en contra de sus intereses. O dicho en otras palabras, falta de conciencia nacional o amor por la libertad debido a esta opresión. En el siglo XIX un tipo con barbas le llamaba a esto alienación, creo. La derecha liberal española, quien lo iba a decir, va por el mundo hablando marxismo.
En el fondo, tiene sentido. Al igual que muchos neoconservadores americanos, muchos en derecha liberaloide española provienen de la izquierda comunista de los setenta. El argumento marxista, diciendo que debido a la alienación la clase obrera no tiene conciencia de clase y no se apunta al rollo revolucionario en contra de sus intereses se ha convertido en que el pueblo charnego catalán no ve cómo el nacionalismo les oprime los sesos, y no se meten en política debida al totalitarismo social imperante. Si la idea de Marx tiene agujeros (y los tiene), el marcianismo dictatorial catalán-venezolano también lo es, ciertamente.
Lo que me lleva a pensar que los argumentos y diatribas sobre totalitarismos y dictaduras de determinada derecha, especialmente cuando se refieren a Cataluña, son básicamente justificaciones de una derrota. La culpa que no ganemos, que es lo lógico, la culpa es de los votantes que son así de tontos. A la izquierda marxista esta clase de lloriqueos nunca le llevó demasiado lejos; a la derecha paleoliberal española es más que probable que le suceda lo mismo.
Nota al margen: el clientelismo, algo muy extendido en Venezuela, no es por cierto contrario a la democracia. La gente vota libremente siguiendo sus intereses, que son vivir de gorras. La cuestión en este caso es de buenas o malas políticas públicas, no sobre calidad democrática. Otra cosa es que se caiga en el caciquismo, pero ese es otro cantar.
viernes, marzo 24, 2006
De políticos y controles
Cada vez que comento algo sobre una posible reforma institucional (desde el Senado a estatutos de autonomía varios) siempre acabo discutiendo amigablemente sobre posibles reformas electorales, y la inevitable referencia a listas abiertas y el fin de la partitocracia en España. Como estoy un poco harto de hablar de terrorismo y discutir sobre la primera guerra mundial (hay gente que tiene que estar en contra del detalle más estúpido), me voy a centrar un poco en los problemas que los sistemas de listas abiertas y parientes próximos tienen.
La relación entre políticos y votantes tiene algunas particularidades curiosas. El electorado es de algún modo el "jefe" de los políticos; tienen una serie de preferencias (crecimiento económico, paz, honestidad, lo que sea) y escogen un tipo como presidente para que las cumpla. Los políticos son gestores de una empresa que es propiedad del electorado, y trabajan para cumplir los objetivos que este electorado les marca. Si se portan mal, los votantes le preguntarán por qué no ha cumplido, y decidirán si sus excusas son buenas ("es que el petroleo está caro") o si deciden que el tipo no vale y escogen a otro.
En Ciencias Sociales, esta relación entre un actor que da órdenes y otro que debe llevarlas a cabo se les llama relaciones de principal agente, y en el mundo real las encontramos a patadas. Multitud de situaciones siguen este patrón, desde la interacción entre accionistas y ejecutivos a la de políticos y funcionarios, pasando por la caída de Florentino Pérez al frente del Real Madrid. El modelo tiene infinitas variaciones, dando lugar a variados problemas y estrategias para solucionarlas. Desde problemas de información asimétrica, en la que los agentes saben mucho más que el principal sobre el problema a tratar, a problemas de preferencias distintas (el agente tiene objetivos opuestos a su jefe), varios principales (con órdenes contradictorias), varios agentes, y así hasta el infinito.
Para hablar del electorado y su relación con los políticos, vamos a imaginar una hipotética empresa que está construyendo una línea de tren. Supongamos que somos el propietario, y debemos asegurar que la obra se hace rápido y bien, y que cada uno de los 5000 obreros cumplen con su trabajo. Para ello, nos montamos en un todo terreno y vamos dando vueltas de arriba a abajo en la obra para asegurar que nadie haga el vago, todo el mundo curre y nadie se esté llevando traviesas o hilo de cobre a casa.
El problema evidente es que por mucho todo terreno y muchos paseos que demos, un sólo par de ojos no dan para vigilar toda la obra. Cuando estamos en Salvacañete echando la bronca y despidiendo a dos vagos, tenemos gente en Cuenca llevándose railes para venderlos al chatarrero. A la que volvemos corriendo a Cuenca, ya tenemos media plantilla en Alicante durmiendo a pierna suelta. Al poco nos daremos cuenta que vigilar a 5000 tipos sin ganas de trabajar y con posibles tendéncias cleptómanas no es la tarea más fácil del mundo. La solución pasa por dividir el trabajo, evidentemente. Toca contratar capataces.
Un capataz es un tipo que tiene asignada una área más o menos controlable, y que tiene que conseguir que la obra en esa zona funcione, se haga según calendario y no se pase de presupuesto. Nosotros vigilamos los resultados que nuestro guardián obtiene, y el se asegura de mantener a los obreros trabajando. Si los obreros no trabajan, el capataz los despide; si el capataz no logra que la obra se complete, nosotros despedimos al capataz. Al ser mucho más fácil vigilar a cuatro guardianes que a 5000 curritos, nuestro trabajo es mucho más fácil, y la obra es más eficiente.
Translademos esto a un sistema político. El electorado básicamente tiene el mismo trabajo que el empresario en nuestra hipotética empresa; vigila a los políticos para que hagan su trabajo, no pierdan el tiempo y pierdan el cargo si se llevan el dinero a casa. El problema que tienen los votantes, como en el ejemplo anterior, es que su capacidad de recabar información es limitada. Debido a falta de tiempo, ganas o capacidad de lectura de diarios de sesiones del Congreso, muchos ciudadanos tienen problemas bastante serios para atribuir responsabilidades a los políticos.
Una democracia representativa vive en el equilibrio de dos factores. Por un lado, la capacidad de los electores para premiar a los buenos políticos y castigar a los malos; por el otro, la posibilidad de votar a un determinado número de cargos políticos y candidatos. Como mayor es el el segundo elemento (más instituciones se votan, más políticos individuales), más difícil resulta para el votante hacer lo primero.
En un sistema como el americano, por ejemplo (una constitución que me encanta), a uno le tiene que gustar mucho la política y estar muy interesado sobre una determinada materia para saber exactamente qué depende de quien. El sistema de comités, subcomités, agencias y ejecutivos a nivel federal, estatal y local hace bastante difícil entender de quién depende cada cosa. El otro día intentaba averiguar por qué un puente de la I-95 en Bridgeport lleva más de diez años en obras, y tras media hora de Google furibundo fui incapaz de echarle la culpa a nadie, más que nada porque no sé quién narices está pagando por ello. Aún si lo descubriese, mi segundo problema sería cómo echar el incompetente al cargo. ¿Debo tratar de alterar el comité de transporte del congreso? ¿al comité que nomina al responsable de transporte del estado? ¿al presidente?. Problemas oscuros.
Un sistema político necesita ser representativo, pero también requiere ser mínimamente claro. En un sistema bipartidista con un gobierno centralizado, el legislador ha apostado por la claridad por encima de cualquier otra cosa: uno tiene partido A y partido B, y si no es mérito de uno es culpa del otro. Un sistema de listas abiertas añade representación, haciendo más factible votar a alguien que nos gusta, pero también hace más costosos saber si esa ley absurda que tanto nos irrita es culpa o mérito de alguien que podemos castigar o premiar. Si un político no teme perder el cargo, sus incentivos para tratar de cumplir con las preferencias de los votantes disminuyen, y el sistema se hace menos efectivo en este aspecto.
En resumen, las listas abiertas no son un sistema sin costes. En política, como en todas partes, nada sale gratis, y escoger un sistema que exige más de ciudadanos que tienden al mínimo esfuerzo tiene sus contrapartidas. Como siempre, encontrar un equilibrio entre lo deseable y lo razonable es necesario.
Antes de acabar, una nota al margen. El barroco sistema de gobierno americano (mucho más complejo que cualquier sistema europeo) tiene su razón de ser, y sus misteriosas maneras de ser eficiente. Parte del truco es que confía más en políticos vigilando a otros políticos que en los votantes para asegurar que las cosas funcionen. Es confuso a matar, pero me parece fascinante en su bizantinismo imperial. Vamos, que es muy divertido.
La relación entre políticos y votantes tiene algunas particularidades curiosas. El electorado es de algún modo el "jefe" de los políticos; tienen una serie de preferencias (crecimiento económico, paz, honestidad, lo que sea) y escogen un tipo como presidente para que las cumpla. Los políticos son gestores de una empresa que es propiedad del electorado, y trabajan para cumplir los objetivos que este electorado les marca. Si se portan mal, los votantes le preguntarán por qué no ha cumplido, y decidirán si sus excusas son buenas ("es que el petroleo está caro") o si deciden que el tipo no vale y escogen a otro.
En Ciencias Sociales, esta relación entre un actor que da órdenes y otro que debe llevarlas a cabo se les llama relaciones de principal agente, y en el mundo real las encontramos a patadas. Multitud de situaciones siguen este patrón, desde la interacción entre accionistas y ejecutivos a la de políticos y funcionarios, pasando por la caída de Florentino Pérez al frente del Real Madrid. El modelo tiene infinitas variaciones, dando lugar a variados problemas y estrategias para solucionarlas. Desde problemas de información asimétrica, en la que los agentes saben mucho más que el principal sobre el problema a tratar, a problemas de preferencias distintas (el agente tiene objetivos opuestos a su jefe), varios principales (con órdenes contradictorias), varios agentes, y así hasta el infinito.
Para hablar del electorado y su relación con los políticos, vamos a imaginar una hipotética empresa que está construyendo una línea de tren. Supongamos que somos el propietario, y debemos asegurar que la obra se hace rápido y bien, y que cada uno de los 5000 obreros cumplen con su trabajo. Para ello, nos montamos en un todo terreno y vamos dando vueltas de arriba a abajo en la obra para asegurar que nadie haga el vago, todo el mundo curre y nadie se esté llevando traviesas o hilo de cobre a casa.
El problema evidente es que por mucho todo terreno y muchos paseos que demos, un sólo par de ojos no dan para vigilar toda la obra. Cuando estamos en Salvacañete echando la bronca y despidiendo a dos vagos, tenemos gente en Cuenca llevándose railes para venderlos al chatarrero. A la que volvemos corriendo a Cuenca, ya tenemos media plantilla en Alicante durmiendo a pierna suelta. Al poco nos daremos cuenta que vigilar a 5000 tipos sin ganas de trabajar y con posibles tendéncias cleptómanas no es la tarea más fácil del mundo. La solución pasa por dividir el trabajo, evidentemente. Toca contratar capataces.
Un capataz es un tipo que tiene asignada una área más o menos controlable, y que tiene que conseguir que la obra en esa zona funcione, se haga según calendario y no se pase de presupuesto. Nosotros vigilamos los resultados que nuestro guardián obtiene, y el se asegura de mantener a los obreros trabajando. Si los obreros no trabajan, el capataz los despide; si el capataz no logra que la obra se complete, nosotros despedimos al capataz. Al ser mucho más fácil vigilar a cuatro guardianes que a 5000 curritos, nuestro trabajo es mucho más fácil, y la obra es más eficiente.
Translademos esto a un sistema político. El electorado básicamente tiene el mismo trabajo que el empresario en nuestra hipotética empresa; vigila a los políticos para que hagan su trabajo, no pierdan el tiempo y pierdan el cargo si se llevan el dinero a casa. El problema que tienen los votantes, como en el ejemplo anterior, es que su capacidad de recabar información es limitada. Debido a falta de tiempo, ganas o capacidad de lectura de diarios de sesiones del Congreso, muchos ciudadanos tienen problemas bastante serios para atribuir responsabilidades a los políticos.
Una democracia representativa vive en el equilibrio de dos factores. Por un lado, la capacidad de los electores para premiar a los buenos políticos y castigar a los malos; por el otro, la posibilidad de votar a un determinado número de cargos políticos y candidatos. Como mayor es el el segundo elemento (más instituciones se votan, más políticos individuales), más difícil resulta para el votante hacer lo primero.
En un sistema como el americano, por ejemplo (una constitución que me encanta), a uno le tiene que gustar mucho la política y estar muy interesado sobre una determinada materia para saber exactamente qué depende de quien. El sistema de comités, subcomités, agencias y ejecutivos a nivel federal, estatal y local hace bastante difícil entender de quién depende cada cosa. El otro día intentaba averiguar por qué un puente de la I-95 en Bridgeport lleva más de diez años en obras, y tras media hora de Google furibundo fui incapaz de echarle la culpa a nadie, más que nada porque no sé quién narices está pagando por ello. Aún si lo descubriese, mi segundo problema sería cómo echar el incompetente al cargo. ¿Debo tratar de alterar el comité de transporte del congreso? ¿al comité que nomina al responsable de transporte del estado? ¿al presidente?. Problemas oscuros.
Un sistema político necesita ser representativo, pero también requiere ser mínimamente claro. En un sistema bipartidista con un gobierno centralizado, el legislador ha apostado por la claridad por encima de cualquier otra cosa: uno tiene partido A y partido B, y si no es mérito de uno es culpa del otro. Un sistema de listas abiertas añade representación, haciendo más factible votar a alguien que nos gusta, pero también hace más costosos saber si esa ley absurda que tanto nos irrita es culpa o mérito de alguien que podemos castigar o premiar. Si un político no teme perder el cargo, sus incentivos para tratar de cumplir con las preferencias de los votantes disminuyen, y el sistema se hace menos efectivo en este aspecto.
En resumen, las listas abiertas no son un sistema sin costes. En política, como en todas partes, nada sale gratis, y escoger un sistema que exige más de ciudadanos que tienden al mínimo esfuerzo tiene sus contrapartidas. Como siempre, encontrar un equilibrio entre lo deseable y lo razonable es necesario.
Antes de acabar, una nota al margen. El barroco sistema de gobierno americano (mucho más complejo que cualquier sistema europeo) tiene su razón de ser, y sus misteriosas maneras de ser eficiente. Parte del truco es que confía más en políticos vigilando a otros políticos que en los votantes para asegurar que las cosas funcionen. Es confuso a matar, pero me parece fascinante en su bizantinismo imperial. Vamos, que es muy divertido.
martes, octubre 18, 2005
En defensa del pesimismo democrático
Una de las cantinelas que se escuchan más a menudo desde la izquerda es la falta de entusiasmo y la desconfianza de la población respecto la política y los políticos. A este desencanto se le achacan todos los males, desde las derrotas de los socialistas a que nuestros representantes pasen de todo. Siguiendo mi tradición de defender lo que todo el mundo critíca (democracia representativa, electoralismo...) hoy toca defender este pesimismo democrático.
La actitud necesaria ante la política es amar la democracia, pero desconfiar de nuestra democracia. O, dicho en otras palabras, entender que mal que nos pese la democracia es el menos malo de los sistemas, pero que nuestros políticos es posible que no lo sean.
La democracia es un sistema frágil, que requiere un cuidado constante desde la ciudadanía. Si los políticos no temen la desconfianza de sus ciudadanos, y su capacidad de echarles de cargo sin ceremonias en caso que hagan el cretino, entonces es cuando tenemos un problema. Cuando un país deja de vigilar sus políticos es cuando las cosas no funcionan. La democracia es un sistema esencialmente paranoico: los políticos deben temer la ira de sus electores, y los electores deben temer la irresponsabilidad de los políticos. Sólo cuando ambas partes se miran con desconfianza, los que mandan hacen lo que deben, o pierden el cargo cuando dejan de hacerlo.
A todo esto, las quejas sobre el exceso de intereses partidistas, los egoismos, la cortedad de miras, la falta de interés por el bienestar general, las discusiones estúpidas y los sectarismos son a veces bastante injustas. Bismarck decía que hay dos cosas que uno nunca debería ver como se fabrican, las salchichas y las leyes, y lo hacía por una buena razón. La democracia en el planeta tierra, en España y en todas partes, es un sistema de gobierno feo, desagradable de ver funcionar. Estamos hablando de decidir sobre valores, intereses y dinero, y un cambio legal favorece y perjudica a mucha gente. En una democracia, las discusiones son a viva voz, en un circo con público, y cuando todos esos egoismos afloran es inevitable que la cosa parezca una pelea de taberna.
No es el sistema más estético, y no se basa precisamente en un armonioso proceso de decisión. Se basa en la desconfianza de las partes, no en el consenso. Muchas veces no parece demasiado lógico. Siempre, siempre, siempre es mejorable. Pero dentro de lo que cabe, funciona. Y no parece que tengamos nada mejor a mano...
La actitud necesaria ante la política es amar la democracia, pero desconfiar de nuestra democracia. O, dicho en otras palabras, entender que mal que nos pese la democracia es el menos malo de los sistemas, pero que nuestros políticos es posible que no lo sean.
La democracia es un sistema frágil, que requiere un cuidado constante desde la ciudadanía. Si los políticos no temen la desconfianza de sus ciudadanos, y su capacidad de echarles de cargo sin ceremonias en caso que hagan el cretino, entonces es cuando tenemos un problema. Cuando un país deja de vigilar sus políticos es cuando las cosas no funcionan. La democracia es un sistema esencialmente paranoico: los políticos deben temer la ira de sus electores, y los electores deben temer la irresponsabilidad de los políticos. Sólo cuando ambas partes se miran con desconfianza, los que mandan hacen lo que deben, o pierden el cargo cuando dejan de hacerlo.
A todo esto, las quejas sobre el exceso de intereses partidistas, los egoismos, la cortedad de miras, la falta de interés por el bienestar general, las discusiones estúpidas y los sectarismos son a veces bastante injustas. Bismarck decía que hay dos cosas que uno nunca debería ver como se fabrican, las salchichas y las leyes, y lo hacía por una buena razón. La democracia en el planeta tierra, en España y en todas partes, es un sistema de gobierno feo, desagradable de ver funcionar. Estamos hablando de decidir sobre valores, intereses y dinero, y un cambio legal favorece y perjudica a mucha gente. En una democracia, las discusiones son a viva voz, en un circo con público, y cuando todos esos egoismos afloran es inevitable que la cosa parezca una pelea de taberna.
No es el sistema más estético, y no se basa precisamente en un armonioso proceso de decisión. Se basa en la desconfianza de las partes, no en el consenso. Muchas veces no parece demasiado lógico. Siempre, siempre, siempre es mejorable. Pero dentro de lo que cabe, funciona. Y no parece que tengamos nada mejor a mano...
martes, septiembre 27, 2005
Escogiendo al jefe: partidos , normas de selección y sus efectos
Una de las discusiones internas que señalan de manera clara que un partido político tiene problemas es cuando se habla de cómo escoger al próximo líder. Cuando alguien piensa en esa clase de guerras, es que o bien el actual jefe tiene números de morir (políticamente) en acto de servicio, o bien que lo ha dejado asqueado, a grito de "¡Ahí os quedais!", abriendo el paso a capitanes, barones y gerifaltes varios en una nueva pugna por la poltrona.
Es fácil hablar de ambición y ganas de figurar, pero ser elegido líder de un partido grande no es poca cosa. Primero de todo, porque se puede decir que uno tiene ya un 50% de llegar presidente o primer ministro; lo más cerca que puede llegar a estar un hombre común de ser Rey sin todavía serlo. De hecho, unas elecciones ya es una pelea fácil contra un solo oponente; nada comparado con escalar entre medio millón de militantes en una larga carrera dentro de un partido. Los partidos, de hecho, hacen la mayoría del proceso electoral, dejando dos candidatos a tiro de urna en las votaciones. La selección del próximo jefe y candidato a presidente es por tanto algo crucial en un sistema político... y algo al que se le presta relativamente poca atención.
Hablando de países democráticos, hay básicamente cuatro maneras distintas de escoger un líder político: elecciones abiertas internas (primarias), voto restringido (sólo votan los cargos del partido), dedazo o circulo mágico (el líder saliente o bien una reducida élite escoge el sucesor a puerta cerrada) y elecciones generales (el partido presenta más de un candidato a la urnas, a la francesa, o listas abiertas). Cada sistema tiene sus ventajas e inconvenientes, y todos ellos son perfectamente capaces de generar efectos inesperados.
El sistema de elecciones primarias es probablememente el que tiene mejor prensa. Varios candidatos a jefe, todos los militantes votan, hala, ya tenemos líder. Parece sencillo y elegante, pero tiene más problemas de lo que parece.
Primero, deja a la vista de manera bastante escandalosa las divisiones internas de un partido. A los medios les encanta informar de estas cosas, y lo cierto es que hacen un daño electoral considerable; que le pregunten a Borrell y Almunia si les fue bien la cosa. Segundo, los militantes no tienen porque escoger al mejor candidato. Es posible que los miembros de un partido político estén muy a la derecha o a la izquierda del electorado, y voten por alguien que si bien cae muy bien dentro del partido, puede tener una imagen de radical que lo hace un lastre electoral. El caso de Ian Duncan Smith en los tories británicos es muy claro; los militantes (notorios por ser la mayoría jubilados con muy mala leche) votaron por un euroescéptico furibundo, totalmente invotable para el resto de la población... cosa que me lleva al punto tres, un líder salido de las primarias puede no ser del agrado de los notables del partido. Y si la gente relevante no está por cooperar, hay poco que hacer. O dimites (Borrell) o te echan, como fue el caso de Duncan Smith.
Aparte de estos problemas, las primarias son mucho menos predecibles de lo que parecen. No producen necesariamente un candidato más lejos del centro, por ejemplo. Tony Blair llega al cargo bajo un sistema más o menos abierto de elección, y sin ser precisamente un radical (aunque sí sólido centro-izquierda). John Kerry no era tampoco el más radical de los demócratas, aunque si probablemente era el más aburrido. Y los sectores más radicales de los laboristas se pasaron los ochenta luchando por un impulsar un sistema más participativo, confiando que les daría el control del partido, sólo para ver al muy moderado Neil Kinnock pasarles por encima con las nuevas reglas.
El sistema de votación restringida es el más extendido en las democracias parlamentarias europeas, y como todos los arreglos ámpliamente utilizados, lo es por buenas razones. Las normas prácticas varian bastante de un partido a otro, pero la idea básica es que la decisión la toma los cargos intermedios de la formación, sea en votación o en un congreso. El partido laborista británico hasta los años ochenta era el arquetipo de este sistema, con votación exclusiva de los miembros del Parlamento. Las ventajas de este sistema son básicamente dos. Primero, es habitualmente poco disruptivo, ya que la "guerra" por el poder dura poco, es a puerta cerrada y no demasiado vistosa. Segundo, acostumbra a seleccionar buenos candidatos, ya que los electores son los cargos cuya supervivencia laboral depende en ganar elecciones. Los diputados no escogen radicales demasiado a menudo, sino gente con posibilidades de llegar a presidente. Básicamente es un sistema limpio y eficiente para sacar un buen candidato.
Evidentemente, tiene sus problemas. El primero y más claro, que no es siempre tan limpio como debería. Conseguir un líder y una distribución de poder interno que haga felices a todos los barones suena muy bonito, pero a veces es ligeramente imposible. Si las diferencias ideológicas dentro del partido son muy amplias, o básicamente hay mucha gente con muy mala leche, la imagen de partido unificado no hay manera de conseguirla. Más allá de eso, si la militancia está alejada de las posiciones de los líderes (más lejos o más cerca del centro, existen las dos cosas) el partido acabará a tortas no importa el arreglo que lleguen los líderes. Que le pregunten a James Callaghan si los sindicatos y el partido fueron de ayuda, vamos.
Segundo, es un sistema infinitamente manipulable. José Bono aún se pregunta como una pandilla de novatos le ganaron el congreso, sin ir más lejos. Cuando el electorado es pequeño, un cambio en los sistemas de votación, unas cuantas negociaciones detrás de las cortinas y unas cuantas puñaladas traperas a tiempo pueden dar resultados totalmente inesperados. Lo que es aún más descorazonador, con pocos escrúpulos la posición de una ejecutiva puede ser totalmente inviolable, si el líder no tiene remilgos en manipular los resultados. Aunque esto no se produce habitualmente a nivel nacional (Chirac aparte), es un riesgo presente.
El sistema de dedazo o círculo mágico es la opacidad absoluta. El líder o bien emerge de las profundidades de un cuaderno azul, designado por el actual caudillo, o bien es elevado al trono por una docena de hombres tras leer el oráculo. La gran ventaja del sistema es que conflicto, de cara a la galería, ninguno; el líder aparece de la nada sin que nadie cuestione su valia. En contrapartida, la elección puede ser todavía menos representativa que con en el sistema anterior, y por añadido, nadie sabe a ciencia cierta qué apoyo tiene el nuevo jefe.
El dedazo es relativamente seguro en caso que el nuevo líder gane las elecciones, y consolide su posición desde el gobierno, pero es muy vulnerable a algaradas si ha perdido. Sus bases de poder son el cargo y su valoración en las encuestas, no otra cosa; si algo va mal, no tiene demasiados sitios donde apoyarse. Cuando a Rajoy medio partido hace lo que le da la gana, es en gran parte por esta indefinición. No es un sistema que se use demasiado a menudo, en gran parte porque hay muy pocos países con limitación de mandatos o gente que deje la poltrona voluntariamente, y aún menos tienen la arrogancia de estar seguros que volverán a ganar. Aparte que la verdad, no funciona demasiado bien.
El último sistema es lo de "esto no me lo dices en la calle" aplicado a la política. Si no nos ponemos de acuerdo quien manda, nos presentamos los dos a las elecciones y el que gane líder y el que pierda tonto oficial. Es el sistema típico de los sistemas atípicos y los partidos con problemas, además de los pocos países que tienen listas abiertas (muy, muy pocos, y si la experiencia de Brasil o Italia es indicativa, no habrá demasiados más). Dice poco de la estabilidad de los partidos y su capacidad por ponerse de acuerdo, hace un daño electoral enorme al partido que se presenta dividido (aunque no siempre), y acostumbra a ser bastante patético visto desde los votantes.
El rey de esta clase de guerras fraticidas es indudablemente Francia y su surrealista sistema de partidos, con ese toque bananero que hace gala ultimamente. Lo de presentar tres o cuatro candidatos había sido la dolencia tradicional de la derecha tras la caída de De Gaulle. Era casi tradición perder un congreso y salirse del partido para formar otro y ser candidato. La sopa de letras de la derecha (RPR, UDF, UMP, MPF, PRG...) viene en gran parte de esta poco gloriosa tradición, que Sakorzky y Villepin prometen continuar. Tras Mitterrand, parece que la tradición vive también la izquierda, con su bonita constelación de troskystas, verdes, altermundistas, comunistas y republicanos. Todo sea por perder elecciones. Efectivamente, el sistema no me gusta especialmente; será que atenta contra mi muy británico gusto por tener cierto orden.
Concluyendo, métodos hay muchos, perfecto no hay ninguno. No importa el sistema elegido, los partidos políticos viven y mueren sólo por una cosa, el ganar elecciones... y eso es lo que se debe tener en mente siempre. Tan importante es que el líder de mi partido me guste, como que evite que el mal mayor que representa su oponente pierda. Siempre es mejor elegir al jefe de manera clara y transparente, pero en política, como en todas partes, no hay nada gratuito ni libre de riesgos.
Es fácil hablar de ambición y ganas de figurar, pero ser elegido líder de un partido grande no es poca cosa. Primero de todo, porque se puede decir que uno tiene ya un 50% de llegar presidente o primer ministro; lo más cerca que puede llegar a estar un hombre común de ser Rey sin todavía serlo. De hecho, unas elecciones ya es una pelea fácil contra un solo oponente; nada comparado con escalar entre medio millón de militantes en una larga carrera dentro de un partido. Los partidos, de hecho, hacen la mayoría del proceso electoral, dejando dos candidatos a tiro de urna en las votaciones. La selección del próximo jefe y candidato a presidente es por tanto algo crucial en un sistema político... y algo al que se le presta relativamente poca atención.
Hablando de países democráticos, hay básicamente cuatro maneras distintas de escoger un líder político: elecciones abiertas internas (primarias), voto restringido (sólo votan los cargos del partido), dedazo o circulo mágico (el líder saliente o bien una reducida élite escoge el sucesor a puerta cerrada) y elecciones generales (el partido presenta más de un candidato a la urnas, a la francesa, o listas abiertas). Cada sistema tiene sus ventajas e inconvenientes, y todos ellos son perfectamente capaces de generar efectos inesperados.
El sistema de elecciones primarias es probablememente el que tiene mejor prensa. Varios candidatos a jefe, todos los militantes votan, hala, ya tenemos líder. Parece sencillo y elegante, pero tiene más problemas de lo que parece.
Primero, deja a la vista de manera bastante escandalosa las divisiones internas de un partido. A los medios les encanta informar de estas cosas, y lo cierto es que hacen un daño electoral considerable; que le pregunten a Borrell y Almunia si les fue bien la cosa. Segundo, los militantes no tienen porque escoger al mejor candidato. Es posible que los miembros de un partido político estén muy a la derecha o a la izquierda del electorado, y voten por alguien que si bien cae muy bien dentro del partido, puede tener una imagen de radical que lo hace un lastre electoral. El caso de Ian Duncan Smith en los tories británicos es muy claro; los militantes (notorios por ser la mayoría jubilados con muy mala leche) votaron por un euroescéptico furibundo, totalmente invotable para el resto de la población... cosa que me lleva al punto tres, un líder salido de las primarias puede no ser del agrado de los notables del partido. Y si la gente relevante no está por cooperar, hay poco que hacer. O dimites (Borrell) o te echan, como fue el caso de Duncan Smith.
Aparte de estos problemas, las primarias son mucho menos predecibles de lo que parecen. No producen necesariamente un candidato más lejos del centro, por ejemplo. Tony Blair llega al cargo bajo un sistema más o menos abierto de elección, y sin ser precisamente un radical (aunque sí sólido centro-izquierda). John Kerry no era tampoco el más radical de los demócratas, aunque si probablemente era el más aburrido. Y los sectores más radicales de los laboristas se pasaron los ochenta luchando por un impulsar un sistema más participativo, confiando que les daría el control del partido, sólo para ver al muy moderado Neil Kinnock pasarles por encima con las nuevas reglas.
El sistema de votación restringida es el más extendido en las democracias parlamentarias europeas, y como todos los arreglos ámpliamente utilizados, lo es por buenas razones. Las normas prácticas varian bastante de un partido a otro, pero la idea básica es que la decisión la toma los cargos intermedios de la formación, sea en votación o en un congreso. El partido laborista británico hasta los años ochenta era el arquetipo de este sistema, con votación exclusiva de los miembros del Parlamento. Las ventajas de este sistema son básicamente dos. Primero, es habitualmente poco disruptivo, ya que la "guerra" por el poder dura poco, es a puerta cerrada y no demasiado vistosa. Segundo, acostumbra a seleccionar buenos candidatos, ya que los electores son los cargos cuya supervivencia laboral depende en ganar elecciones. Los diputados no escogen radicales demasiado a menudo, sino gente con posibilidades de llegar a presidente. Básicamente es un sistema limpio y eficiente para sacar un buen candidato.
Evidentemente, tiene sus problemas. El primero y más claro, que no es siempre tan limpio como debería. Conseguir un líder y una distribución de poder interno que haga felices a todos los barones suena muy bonito, pero a veces es ligeramente imposible. Si las diferencias ideológicas dentro del partido son muy amplias, o básicamente hay mucha gente con muy mala leche, la imagen de partido unificado no hay manera de conseguirla. Más allá de eso, si la militancia está alejada de las posiciones de los líderes (más lejos o más cerca del centro, existen las dos cosas) el partido acabará a tortas no importa el arreglo que lleguen los líderes. Que le pregunten a James Callaghan si los sindicatos y el partido fueron de ayuda, vamos.
Segundo, es un sistema infinitamente manipulable. José Bono aún se pregunta como una pandilla de novatos le ganaron el congreso, sin ir más lejos. Cuando el electorado es pequeño, un cambio en los sistemas de votación, unas cuantas negociaciones detrás de las cortinas y unas cuantas puñaladas traperas a tiempo pueden dar resultados totalmente inesperados. Lo que es aún más descorazonador, con pocos escrúpulos la posición de una ejecutiva puede ser totalmente inviolable, si el líder no tiene remilgos en manipular los resultados. Aunque esto no se produce habitualmente a nivel nacional (Chirac aparte), es un riesgo presente.
El sistema de dedazo o círculo mágico es la opacidad absoluta. El líder o bien emerge de las profundidades de un cuaderno azul, designado por el actual caudillo, o bien es elevado al trono por una docena de hombres tras leer el oráculo. La gran ventaja del sistema es que conflicto, de cara a la galería, ninguno; el líder aparece de la nada sin que nadie cuestione su valia. En contrapartida, la elección puede ser todavía menos representativa que con en el sistema anterior, y por añadido, nadie sabe a ciencia cierta qué apoyo tiene el nuevo jefe.
El dedazo es relativamente seguro en caso que el nuevo líder gane las elecciones, y consolide su posición desde el gobierno, pero es muy vulnerable a algaradas si ha perdido. Sus bases de poder son el cargo y su valoración en las encuestas, no otra cosa; si algo va mal, no tiene demasiados sitios donde apoyarse. Cuando a Rajoy medio partido hace lo que le da la gana, es en gran parte por esta indefinición. No es un sistema que se use demasiado a menudo, en gran parte porque hay muy pocos países con limitación de mandatos o gente que deje la poltrona voluntariamente, y aún menos tienen la arrogancia de estar seguros que volverán a ganar. Aparte que la verdad, no funciona demasiado bien.
El último sistema es lo de "esto no me lo dices en la calle" aplicado a la política. Si no nos ponemos de acuerdo quien manda, nos presentamos los dos a las elecciones y el que gane líder y el que pierda tonto oficial. Es el sistema típico de los sistemas atípicos y los partidos con problemas, además de los pocos países que tienen listas abiertas (muy, muy pocos, y si la experiencia de Brasil o Italia es indicativa, no habrá demasiados más). Dice poco de la estabilidad de los partidos y su capacidad por ponerse de acuerdo, hace un daño electoral enorme al partido que se presenta dividido (aunque no siempre), y acostumbra a ser bastante patético visto desde los votantes.
El rey de esta clase de guerras fraticidas es indudablemente Francia y su surrealista sistema de partidos, con ese toque bananero que hace gala ultimamente. Lo de presentar tres o cuatro candidatos había sido la dolencia tradicional de la derecha tras la caída de De Gaulle. Era casi tradición perder un congreso y salirse del partido para formar otro y ser candidato. La sopa de letras de la derecha (RPR, UDF, UMP, MPF, PRG...) viene en gran parte de esta poco gloriosa tradición, que Sakorzky y Villepin prometen continuar. Tras Mitterrand, parece que la tradición vive también la izquierda, con su bonita constelación de troskystas, verdes, altermundistas, comunistas y republicanos. Todo sea por perder elecciones. Efectivamente, el sistema no me gusta especialmente; será que atenta contra mi muy británico gusto por tener cierto orden.
Concluyendo, métodos hay muchos, perfecto no hay ninguno. No importa el sistema elegido, los partidos políticos viven y mueren sólo por una cosa, el ganar elecciones... y eso es lo que se debe tener en mente siempre. Tan importante es que el líder de mi partido me guste, como que evite que el mal mayor que representa su oponente pierda. Siempre es mejor elegir al jefe de manera clara y transparente, pero en política, como en todas partes, no hay nada gratuito ni libre de riesgos.
miércoles, septiembre 21, 2005
En defensa de la democracia representativa
Una de las quejas / reivindicaciones habituales desde la "verdadera" izquierda es la de la democracia directa o "real". Exceptuando la idea que "real" es lo que existe, y la democracia representativa es lo que existe ahora, es necesario creo debatir y rebatir algunas falsas ideas del funcionamiento de los sistemas políticos. O, dicho en otras palabras, señalar que hay muchas y muy buenas razones para que la práctica totalidad de las democracias occidentales tengan un diseño curiosamente parecido en cuanto a representación política.
Una de las cosas más extremadamente sorprendentes para muchos activistas es lo poco importante que es la política para el 95% de la población. No es una cuestión de apatía, poco compromiso cívico o alienación por parte de los poderes fácticos de las masas, es sencillamente una cuestión de tiempo. Saber qué sucede a nuestro alrededor, y qué decisiones toman los políticos, lleva mucho tiempo. Uno no tiene una idea general sobre cuáles son las principales teorías sobre el crecimiento económico hasta que no se pasa unos buenos tres meses leyendo libros como un loco, y aún así sigue sin poder juzgar si unos presupuestos generales del estado son buenos o malos.
El caso es, en caso que un individuo quisiera tomar una decisión siendo buen ciudadano y estando razonablemente bien informado, básicamente debería tener dedicación exclusiva en la tarea de decidir su voto. A mí la política me gusta, y puedo tolerar leer una buena cantidad de libros sobre urbanismo, geografía económica y transportes antes de decir si quiero un polígono industrial en los Monegros o no, pero a la mayoría de la población eso le parecerá un coñazo. Incluso un adicto al debate público como yo huirá presa del pánico a la que alguien se me ponga a hablar de ecosistemas o regulaciones de la cantidad de chalecos salvavidas que debe llevar uno en su yate, así que imaginad la maruja media.
Esta falta de pasión por empollarse libros de texto es una de las bases de la delegación de poder que hacemos en nuestros representantes. Básicamente, se trata de una división del trabajo; creamos una categoría profesional llamada "políticos" compuesta por freakies adictos al debate. Un poco como los gobernantes filósofos de Platón, aunque con un par de cambios. Primero, el sistema de elección. Como lo de criar a los niños bien dispuestos desde pequeñitos nos parece un poco cafre, recurrimos a una aproximación un poco basta consistente en votar a los adultos que nos parecen más aceptables. No es un sistema perfecto, y se nos cuela algún imprensentable cada cierto tiempo, así que añadimos el mecanismo de poder votar a otro al cabo de un tiempo si el político no hace su trabajo.
No estamos hablando tanto de representación, en el sentido de enviar una copia de uno al congreso, si no elección entre varias ofertas políticas. Es imposible crear un representante perfecto, ya que no hay nadie que tenga un catálogo completo de opiniones sobre todos los temas de la agenda política (personalmente, no me interesan las leyes sobre artesanía). Votamos sobre alguien que promete una serie de ideas generales, y decidimos al cabo de cuatro años si lo que ha hecho nos gusta o no. Verificamos si el representante ha hecho su trabajo cada cuatro años, no tras cada votación, porque esa votación que tanto me importa a mí (ley de ferrocarriles) seguramente no es justificante de una bronca al pobre diputado para nadie más.
Votamos poco, y por pocas instituciones, por el mismo motivo. Personalmente, no tengo ni pajolera idea qué se necesita para ser un buen director del Museo del Prado, miembro del Tribunal de Cuentas o juez del contencioso-administrativo, y la verdad, no tengo ni tiempo ni ganas de empollarme otra vez mis manuales de derecho otra vez. Prefiero votar a alguien, y saber que si algo va mal, el culpable es él y su partido, sin que el Senado le eche la culpa al Congreso, el Congreso al Presidente, el Presidente al Supremo y el Supremo al Congreso de nuevo.
La misma lógica está detrás de los referéndums. Primero, son una herramienta tan cruda, o más, que elegir un representante. Yo no quiero votar "si" o "no" al texto de la Constitución Europea; quiero que sea más federalista, con menos moralina, que el Presidente de la Comisión lo vote la Eurocámara, y que desaparezca la PAC. Votar en un referéndum sólo me permite decir sí a todo o no a todo, sin poder tocar el texto; prefiero votar a un representante (o quien decide quien va, esto es, a mí gobierno) que tenga propuestas parecidas a las mías. El votar un sí o un es básicamente poder de asentimiento o veto, pero no es democracia "real". El poder es decidir qué se escribe en el texto, no aplaudirlo o abuchearlo.
Por añadido, está el tema de los costes de información. Sólo con el nivel de memeces que se llegaron a decir sobre la Constitución Europea, uno podría creer que el texto era una cosa y su contrario a todos los niveles. Leer el tratado no bastaba para saber de qué se trataba; sin cierta familiaridad con las instituciones europeas (que son sólo marginalmente más sencillas que la física cuántica) era difícil aclararse.
Los referéndums son instrumentos toscos. Sólo son válidos para temas donde los costes de información no sean demasiado elevados, y su obtención no esté sujeta a masivas cantidades de desinformadores vociferantes. Si esto no se produce, sólo votan los cuatro locos un poco interesados en la materia (quiero votar la ley de ferrocarriles... ¿alguien más?), siendo menos el gobierno del pueblo y más el gobierno de los gafosos con una bitácora.
La idea de soberanía popular es magnífica, suena muy bonita y es un gran grito de guerra, pero es eso, una idea. Un sistema político sólo puede ser tan grande y expansivo como la cabeza de un ciudadano medio, y la verdad, la democracia real es de tamaño soviético.
Una de las cosas más extremadamente sorprendentes para muchos activistas es lo poco importante que es la política para el 95% de la población. No es una cuestión de apatía, poco compromiso cívico o alienación por parte de los poderes fácticos de las masas, es sencillamente una cuestión de tiempo. Saber qué sucede a nuestro alrededor, y qué decisiones toman los políticos, lleva mucho tiempo. Uno no tiene una idea general sobre cuáles son las principales teorías sobre el crecimiento económico hasta que no se pasa unos buenos tres meses leyendo libros como un loco, y aún así sigue sin poder juzgar si unos presupuestos generales del estado son buenos o malos.
El caso es, en caso que un individuo quisiera tomar una decisión siendo buen ciudadano y estando razonablemente bien informado, básicamente debería tener dedicación exclusiva en la tarea de decidir su voto. A mí la política me gusta, y puedo tolerar leer una buena cantidad de libros sobre urbanismo, geografía económica y transportes antes de decir si quiero un polígono industrial en los Monegros o no, pero a la mayoría de la población eso le parecerá un coñazo. Incluso un adicto al debate público como yo huirá presa del pánico a la que alguien se me ponga a hablar de ecosistemas o regulaciones de la cantidad de chalecos salvavidas que debe llevar uno en su yate, así que imaginad la maruja media.
Esta falta de pasión por empollarse libros de texto es una de las bases de la delegación de poder que hacemos en nuestros representantes. Básicamente, se trata de una división del trabajo; creamos una categoría profesional llamada "políticos" compuesta por freakies adictos al debate. Un poco como los gobernantes filósofos de Platón, aunque con un par de cambios. Primero, el sistema de elección. Como lo de criar a los niños bien dispuestos desde pequeñitos nos parece un poco cafre, recurrimos a una aproximación un poco basta consistente en votar a los adultos que nos parecen más aceptables. No es un sistema perfecto, y se nos cuela algún imprensentable cada cierto tiempo, así que añadimos el mecanismo de poder votar a otro al cabo de un tiempo si el político no hace su trabajo.
No estamos hablando tanto de representación, en el sentido de enviar una copia de uno al congreso, si no elección entre varias ofertas políticas. Es imposible crear un representante perfecto, ya que no hay nadie que tenga un catálogo completo de opiniones sobre todos los temas de la agenda política (personalmente, no me interesan las leyes sobre artesanía). Votamos sobre alguien que promete una serie de ideas generales, y decidimos al cabo de cuatro años si lo que ha hecho nos gusta o no. Verificamos si el representante ha hecho su trabajo cada cuatro años, no tras cada votación, porque esa votación que tanto me importa a mí (ley de ferrocarriles) seguramente no es justificante de una bronca al pobre diputado para nadie más.
Votamos poco, y por pocas instituciones, por el mismo motivo. Personalmente, no tengo ni pajolera idea qué se necesita para ser un buen director del Museo del Prado, miembro del Tribunal de Cuentas o juez del contencioso-administrativo, y la verdad, no tengo ni tiempo ni ganas de empollarme otra vez mis manuales de derecho otra vez. Prefiero votar a alguien, y saber que si algo va mal, el culpable es él y su partido, sin que el Senado le eche la culpa al Congreso, el Congreso al Presidente, el Presidente al Supremo y el Supremo al Congreso de nuevo.
La misma lógica está detrás de los referéndums. Primero, son una herramienta tan cruda, o más, que elegir un representante. Yo no quiero votar "si" o "no" al texto de la Constitución Europea; quiero que sea más federalista, con menos moralina, que el Presidente de la Comisión lo vote la Eurocámara, y que desaparezca la PAC. Votar en un referéndum sólo me permite decir sí a todo o no a todo, sin poder tocar el texto; prefiero votar a un representante (o quien decide quien va, esto es, a mí gobierno) que tenga propuestas parecidas a las mías. El votar un sí o un es básicamente poder de asentimiento o veto, pero no es democracia "real". El poder es decidir qué se escribe en el texto, no aplaudirlo o abuchearlo.
Por añadido, está el tema de los costes de información. Sólo con el nivel de memeces que se llegaron a decir sobre la Constitución Europea, uno podría creer que el texto era una cosa y su contrario a todos los niveles. Leer el tratado no bastaba para saber de qué se trataba; sin cierta familiaridad con las instituciones europeas (que son sólo marginalmente más sencillas que la física cuántica) era difícil aclararse.
Los referéndums son instrumentos toscos. Sólo son válidos para temas donde los costes de información no sean demasiado elevados, y su obtención no esté sujeta a masivas cantidades de desinformadores vociferantes. Si esto no se produce, sólo votan los cuatro locos un poco interesados en la materia (quiero votar la ley de ferrocarriles... ¿alguien más?), siendo menos el gobierno del pueblo y más el gobierno de los gafosos con una bitácora.
La idea de soberanía popular es magnífica, suena muy bonita y es un gran grito de guerra, pero es eso, una idea. Un sistema político sólo puede ser tan grande y expansivo como la cabeza de un ciudadano medio, y la verdad, la democracia real es de tamaño soviético.
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